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Actualizado: 11 de junio de 2025
Como la Alavesa se trajo a Juanilla, que es prima hermana mía... y a mí me daba, vamos, tanta tristeza de ver corretear las columnas guiris por aquellos picachos adonde solo subíamos, con la ayuda de Dios, los mozos del país y las fieras de los montes... y en fin, que me moría de pena en aquella estación... le escribí una carta al señorito... aún vivía su madre, ¡en gloria la tenga Dios! y me recomendó a la Alavesa... y aquí me tiene usted, tan campante....
El caso era rodear poco y llegar cuanto antes, según él decía, mientras dejaba yo en cuarentena la sinceridad de su afirmación, que bien pudiera ser encubridora de antojos irresistibles de un montañés tan castizo como Neluco. Porque es lo cierto que no subíamos a una altura ni bajábamos a una hondonada sin que el médico hiciera ardorosos panegíricos de lo que se veía desde arriba o desde abajo.
Siempre estaba escudriñándolo todo; su padre, por esta tendencia a registrar, le llamaba el carabinero. Los domingos mi madre comenzó a dejarme andar con los camaradas, después de hacerme una serie de advertencias y recomendaciones. Ya, teniendo tiempo por delante, no nos contentábamos con ir al arenal; subíamos al Izarra y después íbamos descendiendo a las rocas próximas.
Vamos, sobrina, ¡caramba! al fin y al cabo no estáis enferma de reumatismo. Y mi tío, me contaba la historia del monte y el incidente de Montgomery, mientras subíamos por aquellos peldaños hollados por tantas generaciones. ¿Pero qué se me daba a mi de Montgomery, de los bastiones, de la maravillosa abadía, de las inmensas salas, ni del mundo de recuerdos que duerme allí desde hace siglos?
Palabra del Dia
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