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Actualizado: 25 de junio de 2025
El príncipe oyó voces encima de él. Castro y Spadoni se hablaban de ventana á ventana. La precoz belleza del día les había hecho saltar del lecho con misterioso aviso. Admiraban el cielo, sin un vapor que enturbiase las distancias. Las montañas habían adquirido un relieve extraordinario: parecían más grandes y más próximas.
Hablaba de un mundo desconocido para él. Spadoni, con los ojos vagos, pensaba en algo distante mientras sorbía su café. Ya lo sabes, Atilio continuó Lubimoff : ¡nada de mujeres!... Así llevaremos la gran vida. La mañana libre; sólo nos veremos á la hora del almuerzo. Abajo, en nuestro puertecito, quedan varios botes. Pescaremos á las horas de sol, remaremos.
Así había conocido á Castro y á Spadoni, los cuales se limitaron á preguntarle si ganaba mucho en el juego. Al anunciar el príncipe su llegada, Toledo obligó á su ilustre compatriota á acompañarle á la estación, para presentarlo sin perder tiempo. Una gloria de nuestro país... ¡Su Alteza, que ama tanto las cosas de España!
Ya es hora de retirarse murmuró, dejando caer sus palabras sobre la cabellera que estaba al nivel de su pecho . Va á llegar la mala: la siento venir. Dile á Spadoni que se levante. Ella elevó sus ojos para mirarle con extrañeza. Parecía ebria; no acertaba á entender sus consejos. Y manifestó su negativa con leves movimientos de cabeza. Tenía fe en la propia suerte.
Todas las grandes leyes atmosféricas se establecen, no en la reducida superficie de las tierras, rugosa y quebrada, sino en la limpia extensión de los océanos, que permite á las moléculas obedecer libremente á las leyes mecánicas de los flúidos. Spadoni tocó en un codo á Castro. Quería comunicarle en voz baja la inaudita ganancia que acababa de realizar.
Alicia sonrió ante este homenaje público. El pobre pianista, hiciese lo que hiciese, no comprometía. Gracias, Spadoni; cuente con mi gratitud. Vaya pensando lo que desea: una casa, un yate, tal vez un piano con teclas de brillantes... Miguel la escuchó asombrado. Hablaba de buena fe: parecía enloquecida por su fortuna. Pero el músico se alejó de ellos. Necesitaba estar solo.
El músico pareció despertar. ¿Atilio?... ¡Ah, sí! Vivió conmigo unos días, pero se fué. Obsesionado aún por su prodigiosa combinación, habló distraídamente, sin conceder interés á sus palabras. Castro había manifestado deseos de vivir con él, se lo dijo un anochecer en el Casino, y Spadoni abandonó Villa-Sirena para acompañarle. Un amigo no puede hacer menos.
Spadoni lo había visto con sus ojos, é imitaba el gesto del héroe al levantarse de la mesa llevando un cestito de mimbre entre las manos; un mísero cestito que contenía, como si fuesen barreduras del suelo, montones de papeles azules, montones de fichas de cinco mil francos. ¡Que no le hablasen á él de generales y batallas! ¡Este era un hombre!
Al bajar del tranvía, en Monte-Carlo, dejó á su izquierda el Casino, para seguir por los bulevares altos. Iba primeramente en busca de Spadoni, por ser el que habitaba más cerca. Además, éste debía saber el paradero de Atilio mejor que Novoa. Tal vez vivían juntos. Conocía vagamente su domicilio por las burlas de Castro. El pianista era «guardián de una tumba» sobre el barranco de Santa Devota.
Pensaba con nostalgia en las plácidas veladas de «los enemigos de la mujer», cuando Spadoni se sentaba al piano ó hacía cálculos infinitos, siempre doblando; cuando Novoa exponía sus paradojas científicas y Castro relataba las aventuras de su abuelo el «Don Quijote rojo»... ¿Dónde estarían ahora estos compañeros de soñolienta felicidad? Atilio le interesaba especialmente.
Palabra del Dia
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