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Actualizado: 27 de junio de 2025


Lo mismo que con las personas; como que hay «personas-dolor» y «personas-alegría». A una de éstas le digo: ¡Cuánto gusto! ¡Adelante! Tome asiento; a las otras les hago decir con mi sirviente que no estoy. ¿Y qué haces cuando una de esas que llamas «personas-dolor» te sorprende y te agarra sin poder evitarlo? ¿A qué hora? ¿Cómo a qué hora?

Esto no es viví. ¡Premita Dió que el domingo me agarre un toro, y ya hemos concluío! ¡Pa lo que vale la vía!... Estaba algo borracho. Desesperábale el mutismo ceñudo que encontraba en su casa, y más todavía aunque él no lo confesaba a nadie aquella fuga de doña Sol sin dejar para él una palabra, un papel con cuatro líneas de despedida. Le habían puesto en la puerta, peor que a un sirviente.

Abrió los ojos, pasó una mirada vaga a su rededor, y lanzó un profundo suspiro, tendiendo los brazos. El notario le tomó la mano y dijo con voz trémula: ¡El papel! ¡La prueba! ¡Aquí está! Y volviéndose a la condesa: Ahora, señora, tendréis que reconocer que fuisteis vos quien ordenó que robara la niña a vuestro sirviente.

Pero no se quedó más tiempo por cierto temor: había sacado de su marquito de plata un retrato de Adriana y después de romperlo se había metido los fragmentos en el bolsillo. Era indudable que el sirviente, al entrar, podría advertir la desaparición; le hubiera preocupado mucho menos la idea de que pudiese advertirlo Julio.

A la primera le temblaban las manos y le andaba por dentro del cráneo un barullo tumultuoso. La sirviente clavaba en la señora sus ojos de gato, y su irónica sonrisa podría ser lo mismo el único aspecto cómico de la escena que el más terrible y dramático. Pero de repente, sin saber cómo, criada y ama cruzaron sus miradas, y en una mirada pareció que se entendieron.

Escribió una mañana a Juana, diciéndole que iría a verla, salvo contraorden, a las tres de la tarde, porque tenía que confiarle algo muy importante y agradable. Juana, algo intrigada con aquel misterio, la esperó a la hora indicada. Viola entrar en su gabinete con un sirviente portador de una de esas casillas de mimbre, adornada con cordones, franjas y borlas, que se usan ahora para los perros.

¡Es Rufino!... ¡Es Rufino!... dijo Lorenzo y agregó con viva satisfacción: ¡qué bueno! Efectivamente era Rufino, el viejo sirviente de la casa de Lorenzo, que descendió del pescante de un salto y lo saludo como un amigo íntimo, casi como un padre: ¡Cómo está, niño?... ¡Qué buena cara tiene!... ¿Se siente bien?... Perfectamente, Rufino, ¿y por allá?

Venía la viuda de vuelta del mercado con el sirviente detrás, sin manos para sujetar toda la compra de jarros de Cholula y de Guatemala; de un cuchillo de obsidiana verde, fino como una hoja de papel; de un espejo de piedra bruñida, donde se veía la cara con más suavidad que en el cristal; de una tela de grano muy junto, que no perdía nunca el color; de un pez de escamas de plata y de oro que estaban como sueltas; de una cotorra de cobre esmaltado, a la que se le iban moviendo el pico y las alas.

Me era imposible esperar hasta mañana, porque el señor de Maurescamp, naturalmente, no me escribirá... Por eso, le he rogado a Luis, el viejo sirviente del señor de Lerne, que me envíe un despacho, así que todo haya terminado. La señora de Latour-Mesnil, anonadada, no contestó sino por un movimiento indeciso. En ese momento sintieron el timbre del vestíbulo que daba a la habitación del conserje.

Traté de hacerle comprender la vida de estudio y de trabajo que hace Lacante, sus relaciones con escritores y sabios, su casa sin mujer y lo difícil que le hubiera sido tener a su lado y educar a una niña. Le pinté además sus ataques de gota que le entregan a los cuidados mercenarios de una criada. La muchacha se conmovió. Yo sería de buena gana su sirviente exclamó con pasión.

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