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Actualizado: 6 de junio de 2025
Venía la viuda de vuelta del mercado con el sirviente detrás, sin manos para sujetar toda la compra de jarros de Cholula y de Guatemala; de un cuchillo de obsidiana verde, fino como una hoja de papel; de un espejo de piedra bruñida, donde se veía la cara con más suavidad que en el cristal; de una tela de grano muy junto, que no perdía nunca el color; de un pez de escamas de plata y de oro que estaban como sueltas; de una cotorra de cobre esmaltado, a la que se le iban moviendo el pico y las alas.
Y cuando se lee en los viajes de Le Plongeon los cuentos de los amores de la princesa maya Ara, que no quiso querer al príncipe Aak porque por el amor de Ara mató a su hermano Chaak; cuando en la historia del indio Ixtlilxochitl se ve vivir, elegantes y ricas, a las ciudades reales de México, a Tenochtitlán y a Texcoco; cuando en la «Recordación Florida» del capitán Fuentes, o en las Crónicas de Juarros, o en la Historia del conquistador Bernal Díaz del Castillo, o en los Viajes del inglés Tomás Gage, andan como si los tuviésemos delante, en sus vestidos blancos y con sus hijos de la mano, recitando versos y levantando edificios, aquellos gentíos de las ciudades de entonces, aquellos sabios de Chichén, aquellos potentados de Uxmal, aquellos comerciantes de Tulán, aquellos artífices de Tenochtitlán, aquellos sacerdotes de Cholula, aquellos maestros amorosos y niños mansos de Utatlán, aquella raza fina que vivía al sol y no cerraba sus casas de piedra, no parece que se lee un libro de hojas amarillas, donde las eses son como efes y se usan con mucha ceremonia las palabras, sino que se ve morir a un quetzal, que lanza el último grito al ver su cola rota.
De Cholula, de aquella Cholula de los templos, que dejó asombrado a Cortés, no quedan más que los restos de la pirámide de cuatro terrazas dos veces más grande que la famosa pirámide de Cheope.
Palabra del Dia
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