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Actualizado: 27 de junio de 2025
Pero las ciudades que celebran los libros del americano Stephens, de Brasseur de Bourbourg y de Charnay, de Le Plongeon y su atrevida mujer, del francés Nadaillac, son Uxmal y Chichén-Itzá, las ciudades de los palacios pintados, de las casas trabajadas lo mismo que el encaje, de los pozos profundos y los magníficos conventos.
Y cuando se lee en los viajes de Le Plongeon los cuentos de los amores de la princesa maya Ara, que no quiso querer al príncipe Aak porque por el amor de Ara mató a su hermano Chaak; cuando en la historia del indio Ixtlilxochitl se ve vivir, elegantes y ricas, a las ciudades reales de México, a Tenochtitlán y a Texcoco; cuando en la «Recordación Florida» del capitán Fuentes, o en las Crónicas de Juarros, o en la Historia del conquistador Bernal Díaz del Castillo, o en los Viajes del inglés Tomás Gage, andan como si los tuviésemos delante, en sus vestidos blancos y con sus hijos de la mano, recitando versos y levantando edificios, aquellos gentíos de las ciudades de entonces, aquellos sabios de Chichén, aquellos potentados de Uxmal, aquellos comerciantes de Tulán, aquellos artífices de Tenochtitlán, aquellos sacerdotes de Cholula, aquellos maestros amorosos y niños mansos de Utatlán, aquella raza fina que vivía al sol y no cerraba sus casas de piedra, no parece que se lee un libro de hojas amarillas, donde las eses son como efes y se usan con mucha ceremonia las palabras, sino que se ve morir a un quetzal, que lanza el último grito al ver su cola rota.
Palabra del Dia
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