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Hay grupos y símbolos que parecen contar, en una lengua que no se puede leer con el alfabeto indio incompleto del obispo Landa, los secretos del pueblo que construyó el Circo, el Castillo, el Palacio de las Monjas, el Caracol, el pozo de los sacrificios, lleno en lo hondo de una como piedra blanca, que acaso es la ceniza endurecida de los cuerpos de las vírgenes hermosas, que morían en ofrenda a su dios, sonriendo y cantando, como morían por el dios hebreo en el circo de Roma las vírgenes cristianas, como moría por el dios egipcio, coronada de flores y seguida del pueblo, la virgen más bella, sacrificada al agua del río Nilo. ¿Quién trabajó como el encaje las estatuas de Chichén-Itzá? ¿Adónde ha ido, adónde, el pueblo fuerte y gracioso que ideó la casa redonda del Caracol; la casita tallada del Enano, la culebra grandiosa de la Casa de las Monjas en Uxmal? ¡Qué novela tan linda la historia de América!

La ciudad de Chichén-Itzá es toda como la Casa del Enano. Es como un libro de piedra. Un libro roto, con las hojas por el suelo, hundidas en la maraña del monte, manchadas de fango, despedazadas. Están por tierra las quinientas columnas; las estatuas sin cabeza, al pie de las paredes a medio caer; las calles de la yerba que ha ido creciendo en tantos siglos, están tapiadas.

Pero las ciudades que celebran los libros del americano Stephens, de Brasseur de Bourbourg y de Charnay, de Le Plongeon y su atrevida mujer, del francés Nadaillac, son Uxmal y Chichén-Itzá, las ciudades de los palacios pintados, de las casas trabajadas lo mismo que el encaje, de los pozos profundos y los magníficos conventos.