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Vi que, como quien no quiere la cosa, se iba acercando al sitio donde yo estaba; y vi que se llevaba las dos manos al pelo y se daba unos toquecitos nerviosos para arreglárselo; y vi que cogía una silla y la separaba para sentarse; y vi que apoyaba su mano en la contigua... Y no quise ver más. Fui allá y me senté resueltamente a su lado.

Más lejos, encontré un cercado de piedras sueltas donde yacían, bajo unos arbustos, infinidad de cajas amarillas que los chinos abandonan sobre la tierra y donde se pudren los cadáveres. Me senté sobre una caja postrado de fatiga; mas un olor abominable flotaba en el aire, y al apoyarme sentí la sensación de un líquido viscoso que escurría por las hendiduras de las tablas. Quise huir.

Amparo volvió a casa desolada, impresionada fuertemente; se encerró en su aposento, y yo respeté su dolor. Me vi obligado a continuar durante algunos días mi antiguo papel de hermano. Al fin, una mañana, Amparo me dijo: Siéntate a mi lado, Luis. Me senté en el sofá junto a ella. Necesito que me expliques me dijo ciertas cosas que no comprendo bien.

Ambos nos hallábamos profundamente conmovidos. Me senté para escribir el decreto que debía de entregarle, y dije: Apenas puedo escribir; la herida del dedo me impide todavía moverlo. Era aquella la primera vez que me arriesgaba a escribir, a excepción de mi nombre y a pesar de los esfuerzos que había hecho para imitar la letra del Rey, distaba mucho de la perfección.

Su cara es ovalada, con espesos rizos separados como los de la Virgen sobre una frente muy blanca. Estaba pálida, acaso de emoción y de fatiga. No esté usted de pie le dije, y permítame sentarme a su lado. Tenemos que hablar. La muchacha se dejó deslizar entre los almohadones del sillón, que casi la ocultaban, y me senté a su lado.

¡Qué gran cocina! Parece la de un convento, Morcego. Como corresponde a la grandeza de la casa. Veinte criados caben a la redonda del hogar, y otro tiempo se juntaban. Yo también me senté con ellos, que aún no tenía este mal tan triste. Ahora te sentarás conmigo para que yo pueda sentarme algún día al lado de mi muerta. Bruja, abre el horno y repártenos el pan. ANDREÍ

Abuelo dijo la señorita Margarita levantando la voz; es el señor Odiot. El pobre viejo corsario se levantó un poco de su sillón, mirándome con una expresión apagada é indecisa. Me senté á un signo de la señorita Margarita, que repitió: El señor Odiot, el nuevo intendente, abuelo. ¡Ah! buen día, señor murmuró el anciano. Siguió una pausa del más obligado silencio.

Una vez solo en la cámara fúnebre, me senté al pie del lecho cuyas cortinas habían sido levantadas, y traté de leer á la claridad de una lámpara que había cerca de , en una pequeña mesa.

A las tres me senté a jugar, «baratito», a diez centavos el punto... A las cuatro había perdido ciento diez pesos... A las cinco, ciento ochenta... A las seis, cerca de trescientos... A las ocho pasamos al comedor. Yo perdía quinientos y pico, ¡pero sentía una satisfacción interior que valía miles de miles!

Me senté al lado suyo, penetrado de compasión. ¡La comprendía, la adivinaba tan bien!... ¿No había visto, hacía poco tiempo, al lado de la cama de la mendiga, a aquella criatura delicada, tan pronto confundida por una mirada, tan propensa a turbarse, tan tierna, desplegar una energía moral y una firmeza que llegaron a parecerme hasta duras, para arrancar a una pecadora al peligro de una muerte inconsciente, que hubiera sido para su fe la muerte sin perdón, la muerte eterna?