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Conducido maquinalmente por mi amigo, subí la escalera y llegué hasta mi cuarto: el golpe recibido en medio del corazón me había aturdido; ya en la habitación, me senté sobre el borde de mi cama; mi pobre perro saltaba de alegría al verme; ignoraba el fiel animalito el por qué sus caricias, siempre contestadas con cariño, eran entonces esquivadas con rudeza.

CIRILO. Antes de la guerra estaba de cura ecónomo en Saint-Sacernien-Haute-Garonne. Senté plaza para mientras durase la guerra, como mis compañeros. ¡Veinticuatro meses disfrazado! Luego me hirieron en Bouchavesnes; después entré en aviación. ¡Y aquí estoy...! No me guarde usted rencor por esta tardía confesión, puesto que usted misma la ha provocado.

Esperando la llegada de la gente, me senté en una silla metálica de las que dividen el paseo, y me puse a contemplar con ojos distraídos el juego de los chicos. Detrás de estaban sentadas dos niñas de once a doce años de edad, cuyos perfiles lo único que veía de ellas eran de una corrección y pureza encantadoras.

Me indicó una butaca desocupada a su lado, y por no parecer grosero, me senté. La belleza «en colosal» y llamativa de la dama había traído hacia aquel sitio a algunos pollastres, que la miraban fijamente.

A la puerta del salón, vestido de librea, montaba la centinela Patón, un lacayo de labios bozales y ojos de cerdo, que nos tenía a mi padre y a mala voluntad y envidia no disimuladas. Cuando yo iba a filtrarme en el salón, este animal me cogió por el cerviguillo, sin decir palabra, y me arrojó a trompicones diez metros pasillo adelante. Me senté en una butaca, con la cara escondida, hipando.

Me senté al extremo de un banco roto y traté de recoger mis ideas para saber lo que tenía que decir; pero cuanto mayor era la impaciencia de saber la verdad de todo lo que me inquietaba, mayor era también el temor de saber algo que pudiese destruir todas mis ilusiones a la vez. Estaba arrepentido de haber ido. Por fin me decidí y pregunté a aquella buena mujer si tenía hijos.

Encantado con aquel lugar, me senté al pie de un árbol, apoyé la espalda contra su tronco y extendiendo las piernas me entregué a la contemplación de la solemne belleza del bosque, a la vez que aspiraba el delicioso aroma de un buen cigarro.

Impulsado por una determinación súbita, dije al inglés: Milord, ¿me presta usted su coche? Está a la puerta. Pues vamos. Bajamos. ¿A dónde me llevas? exclamó Inés con espanto cuando me senté junto a ella dentro del coche que empezó a rodar pesadamente. Ya lo has oído. No me preguntes por qué. Allá lo sabrás. He tomado esta resolución y no hay fuerza humana que me aparte de ella.

»Me acerqué a ella, me senté a sus pies como siempre, y mientras acariciaba sus demacradas manos entre las mías, prosiguió: » Aún no estoy bastante fuerte para soportar las fatigas del viaje, pero papá asegura que dentro de quince días podré ponerme en camino sin ningún inconveniente.

Dimos vuelta a la esquina de la casa, y, por una escalera que había a un lado, subimos al piso principal. El capitán se hallaba en un sillón, envuelto en un capote azul, viejo y raído, con los ojos cerrados. Al oír mis pasos se incorporó y murmuró con voz apagada: Mary, trae una silla. Cogí yo la silla y me senté. ¿Qué podía querer aquel hombre de ? ¿Qué relación podía haber entre nosotros dos?