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Actualizado: 6 de junio de 2025


Luego me senté muy cerca de la cama de mi hermana y la miré, esperando la muerte. Seguía con atención todos los síntomas de aquella lenta agonía. Me parecía que mi conciencia estaba fuera de y que me veía a misma sentada como una estatua de piedra, con los ojos fijos en el rostro de la moribunda.

La segunda vez que entré en la casa, me la encontré sentada en uno de aquellos peldaños de granito, llorando». ¿A la tía? No, mujer, a la sobrina. La tía le acababa de echar los tiempos, y aún se oían abajo los resoplidos de la fiera... Consolé a la pobre chica con cuatro palabrillas y me senté a su lado en el escalón. ¡Qué poca vergüenza! Empezamos a hablar. No subía ni bajaba nadie.

Sentí una vaguedad fría en mi cabeza: mis ojos se oscurecieron, no pude sostenerme de pie, y me senté en el mismo sillón en que ella se sentaba.

Cierto es que sin el apoyo que ambos le prestaron quizás se habría visto apurada para llegar hasta allí, pero, ¡cuánta, diferencia no había entre aquel día y la víspera, cuando hubo que llevarla en brazos! Me senté a su lado y a los pocos instantes dio muestras de sentir cierta impaciencia.

Desde hace tres meses se me predica la tranquilidad y la calma, y no he sabido aprovecharme, como veis, de los consejos. ¡Comamos, señor cura! Me quité los guantes y la capa y por uno de esos cambios repentinos, desde algún tiempo frecuentes en mi, me eché a reír y me senté a la mesa alegremente. Conversaremos cuando hayamos comido, mi querido cura, estoy muerta de hambre.

¡Ay! no la besó, pero la oprimió con melancolía; pensaba en una mano más bella, que había soñado poseer. Y partió para no volver. A pesar del frío, que ni sentía, me senté llorando junto al puente y contemplaba inclinada hacia el arroyo, caer mis lágrimas sobre el hielo. ¡Decir que se iba a saltar la tapa de los sesos! Para eso es necesario que la quiera prodigiosamente.

Cuanto más meditaba sobre él, más verosímil me parecía. Entonces, bailándome el corazón de gozo, me senté a la mesa, saqué papel y me puse a escribir. No me salían más que protestas exageradas, ternezas empalagosas que al leerlas después me disgustaron. Tanto que, rasgados tres o cuatro pliegos, me decidí a esperar que las ideas se me compusieran un poco en la cabeza.

Retirados a nuestro aposento, y yo más curioso que nunca, y temiendo el espíritu arriscado y de aventuras de mi amigo, me senté sobre el borde de la cama y esperé a que comenzase, como comenzó así su razonamiento: Ayer, al asomar la noche, recogía el fresco por el puente último que lleva el Avellano, y donde viene también a dar la senda que conduce a las espaldas de la Alhambra.

Y ella, obedeciendo a aquella extraña indicación y notando también la súplica que se veía en el rostro del veterano, rogó al General y su séquito que esperasen allí; dijo Sarto a la muchacha que se apartase a distancia, y él y Flavia se dirigieron a pie hacia donde estábamos. Cuando los vi acercarse, me senté, agobiado, en el suelo y oculté la cara entre las manos. No podía mirarla.

Me senté en mi escritorio y escribí: «Todo ha concluido, señor cura. Se han casado y se han ido felices, encantados. Hubiera dado diez años de mi vida por hallarme en lugar de Juno. Con quien, vos sabéis. ¿Cuándo será eso? «¿Sabéis lo que me ha dicho mi tío? Me ha asegurado que los hombres que aman sólo una vez son tan raros como el Pico de la Aguja Verde.

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