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Seguí, pues, mi vuelta y recogíme en el cuadro de flores que yo mismo cultivo a gozar del triste y dulce abandono que inspira una tarde serena, un agua viva sonante y el verdor delicioso del abedul y del avellano.

Allí podemos verla de paseo amatorio, por la tarde, en la primavera, bajo las sombras paradisíacas de La Alhambra; ó en excursión higiénica, el verano, al amanecer, por la amenísima y misteriosa cuenca del Dauro ó Deoro, en busca de la fuente del Avellano; ó, en tren de merienda, por las fértiles huertas de los Callejones de Gracia, con presupuesto de cerezas, habas verdes ó lechugas, para engañar unos típicos bollos de pan de aceite.

Por la mañana en la tienda de Graells, por la tarde en el Saloncillo, por la noche en su casa o en la de don Pedro Miranda, siempre trabajando. Su criado ocupaba una gran parte del día en cortarle unos tacos de avellano seco perfectamente iguales, de donde su mano diestra había de sacar la gala de los palillos.

Al cabo la halló agazapada al lado de un avellano. Al verse descubierta, hizo una graciosa mueca de enfado. ¡Déjeme usted, D. Andrés... déjeme usted! Y corrió de nuevo a ocultarse en otro sitio. Andrés la siguió. Eso no vale... ya estás descubierta. Tornó a hallarla en la misma posición que antes, metida dentro del canastillo de ramas de otro avellano.

Retirados a nuestro aposento, y yo más curioso que nunca, y temiendo el espíritu arriscado y de aventuras de mi amigo, me senté sobre el borde de la cama y esperé a que comenzase, como comenzó así su razonamiento: Ayer, al asomar la noche, recogía el fresco por el puente último que lleva el Avellano, y donde viene también a dar la senda que conduce a las espaldas de la Alhambra.

El seminarista volvió su rostro inflamado por la ginebra, temiendo que Andrés bromease; pero viéndole muy serio, hizo una leve mueca de sorpresa, y arreando al caballo con la vara de avellano que empuñaba, tornó a coger el hilo de su canción favorita. «La mujer que es gorda y tierna Y tiene buena pierna... Y al cura hace pecar, Mereciera ser condesa, marquesa, duquesa Y el cura cardenal

Apoyados con ambas manos en sus largos palos de avellano, inmóviles, las picudas monteras alzando sus puntas negras y siniestras á los resplandores de la hoguera, ofrecían un aspecto pavoroso. Si cupiera el pavor en un corazón magnánimo, diríamos que Quino lo había sentido.

El señor de Bevallan, que no se desconcierta fácilmente, desapareció en el monte vecino, donde durante un momento oímos crujir el ramaje; á poco rato volvió armado de un largo vástago de avellano y púsose á despojarle de sus hojas. ¿Por ventura piensa usted alcanzar hasta la otra orilla con ese palo? preguntó la señorita Margarita, cuya alegría comenzaba á despertarse visiblemente.

Vestía calzón corto y media de lana con ligas de color, chaleco con botones plateados, colgada del hombro la chaqueta de paño verde, sobre la cabeza la montera picona de pana negra y en la mano un largo palo de avellano. Si no por el valor indomable, resplandecía en las peleas por su consejo, cuerdo siempre y atinado, por la astucia y el artificio de sus trazas.