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Actualizado: 26 de junio de 2025
Mujer al cabo Lucía, y nuevos para ella tales primores, más de una vez, como la Margarita de Fausto, se colgó ante un espejillo los preciosos dijes, complaciéndose en sacudir la cabeza a fin de que fulgurasen los resplandores de los pendientes y las flores de pedrería salpicadas por el obscuro cabello.
Aquellas monstruosas paredes eran blancas, pero estaban salpicadas por grandes manchas de musgo. ¡Qué atrocidad! ¡Qué altura tienen estas montañas, y qué cercanas están! ¡Si parece que se vienen encima! ¿Ve usted, señorita, aquel agujero que tiene la peña allá arriba? Sí. Pues antes había allí un nido de buitres, y yo entré de chico una vez á cogerles los huevos. ¿Y por donde te encaramaste allá?
En todas direcciones veíamos riberas bajas y de tintas melancólicas, rara vez dominadas por colinas de alguna consideracion, literalmente cubiertas de viñedos, y salpicadas de una multitud de pequeñas ó regulares poblaciones.
La via que tomamos en Zuric gira por una comarca de alegres y pintorescas planicies hábilmente cultivadas, salpicadas de lindos bosques, pueblos y cortijos, y entrecortada por graciosas colinas que algunas veces ofrecen las proporciones de pequeñas montañas.
Y cuando estas tempestades no son metafóricas; cuando real y verdaderamente despliega el mar todas sus furias, y no por excepción, sino constante y diariamente, va educando el mar en los pueblos que le ciñen y sin cesar le hostigan y provocan a desafío, una raza tan entera, tan indomable y tan bravía como los mismos huracanes, cuyo rugido acaricia su sueño; tan áspera como las puntas de la costa, sin cesar invadidas, salpicadas y agrietadas por la deshecha espuma; tan amarga y tan acentuadamente salina en la voz y en los ademanes, como que la comunicaron su penetrante acritud las ondas mismas; tan avezada a mirar la muerte de frente, que ni cabe en su ánimo el temor pueril, ni la alegría insensata, ni el fácil y liviano contentamiento, sino una cierta melancolía resignada, un cierto modo grave, llano y sereno de mirar las cosas de la vida como si fuese palestra continua, en que el brazo se fortifica y se dilata el pecho, y la batalla se acepta cuando viene, sin provocarla estérilmente.
Las cartas que le escribía iban siempre firmadas con nombre de varón, Alfredo, como si fuesen de un amigo a otro; mas no por eso dejaban de venir salpicadas con toda clase de frases apasionadas: «Te adora con todo su corazón... Alfredo.» «Querido de mi alma, los minutos lejos de ti se convierten en siglos...» «Ayer contemplando la luna desde el balcón de mi cuarto me asaltó el recuerdo del paseo nocturno que hemos dado hace algunos días y sentí resbalar las lágrimas por mi rostro...» «Te manda un tierno abrazo apasionado tu Alfredo.» Si las tales cartas se extraviasen darían mucho que pensar y reír al curioso que con ellas topara.
Dirigió a Josefina en voz baja dos o tres palabras que, según el movimiento con que las acompañó, debían ser: «¿Qué tal esto?». Y la de García alzó los hombros de un modo imperceptible, que claramente significaba: «Psh.... Un dramón muy cursi y muy populachero». Definida así la situación, Baltasar tomó familiarmente el abanico de la joven, y mientras lo cerraba y abría y le daba vueltas como para informarse bien del paisaje, se entabló una de esas conversaciones íntimas, salpicadas de coqueterías, de reticencias, de miradas intensas y cortas, de ahogadas risas, diálogos en que reina dulce abandono, que no serían posibles mano a mano y en la soledad, y nunca se producen mejor que entre el tumulto de un sitio público, ante miles de testigos, en el desierto de las multitudes.
Para saber lo que es Lóndres ese mar de casas, de humeantes chimeneas, de torres y fábricas, de parques y jardines, de coches, carros y almacenes, de moles gigantescas salpicadas de niebla, por cuyo centro se desliza el Támesis, cubierto de navíos y botes como un largo arrecife de millares y millares de rocas multiformes; para comprender la grandeza de ese mar artificial, repito, es preciso subir á las cúpulas de San Pablo ó del «Coliseo» y hundir la mirada, pasmado de admiracion, entre Dios y el hombre, el cielo y la tierra, el horizonte y la pequeñez del balcon que sirve de mirador.
A la izquierda, se levantaba una alta muralla de rocas salpicadas de musgo; robles y abetos, interpolados con yedras y malezas pendientes, se ostentaban en las grietas, hasta la cumbre de la escarpada ribera, arrojando una sombra misteriosa sobre el agua profunda que bañaba el pie de los peñascos.
Las de mi niña pronto estarían engalanadas con todos los primores de la próxima primavera. De repente me sentí acometido de profunda tristeza. Contemplaba yo las cerúleas florecillas, frescas, lozanas, salpicadas de rocío, y pensaba yo en lo efímero de las esperanzas del hombre.
Palabra del Dia
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