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Crescencia se llamaba la ciega o cegata, siempre hecha un ovillo, mostrando su rostro diminuto, y sacando del envoltorio que con su arrollado cuerpo formaba, la flaca y rugosa mano de largas uñas.

Me explicó que por Semana Santa sale un paso donde va San Elías con una pluma en la mano y mirando a los balcones. Se dice en Sevilla que va sacando una lista de las solteronas. Reí de buena gana, porque me halagaba aquella resolución, y volví sobre la idea de matrimonio y a dolerme por anticipado de los obstáculos con que íbamos a tropezar.

El huerto, en cambio, permanecía en su tranquilo y poético sosiego primaveral, con una brisa fresquita que columpiaba las últimas flores de los perales y cerezos, y acariciaba el recio follaje de las higueras, a cuya sombra, en un ribazo de mullida grama, se tendieron ambos presbíteros, no sin que don Eugenio, sacando un pañuelo de algodón a cuadros, se tapase con él la cabeza, para resguardarla de las importunidades de alguna mosca precoz.

El médico se adelantó también, y sacando la petaca le ofreció un cigarro puro, preguntándole al mismo tiempo: ¿Qué tal? ¿Le tratan a usted bien por aquí? Muchas gracias, no fumo... , señor, me tratan bien. Hay más caridad en la cárcel de lo que ordinariamente se dice. Entablose una conversación animada.

Aunque el fugitivo asomó la cabeza lo más prudentemente posible, el ligero movimiento de unos helechos bastó para denunciar su presencia al corregidor, que en aquel momento miraba fijamente la eminencia formada por las piedras y el matorral que en parte las cubría. ¡Ah, bellaco! gritó el funcionario sacando la espada y señalándolo á sus soldados. ¡Allí le tenéis! ¡Á pie firme, ballesteros!

Pero, vamos, calabacín, di algo; ¿son o no son estas lo mismo que las de la tiple? ¿Me engañó aquel tío o no? Sacando fuerzas, nunca supo de dónde, Reyes dijo al fin, hablando como un ventrílocuo, tan de adentro le salía la poca voz de que podía disponer: Pero Emma, ¿cómo quieres que yo conozca... las botas de esa señorita?

¿De modo que me estaré aquí hasta anochecida? No, porque tengo que hacer, tengo que salir...». ¡Don José puso una cara tan triste!... Sus ojos vivos se amortiguaron como la llama de la exhausta lámpara colgada delante del santo. «Tengo que hacer dijo Isidora, sacando una carta . Y usted me va a hacer el favor de llevar ahora mismo esta carta a Joaquín». Don José dio un gran suspiro.

Poco después la duquesa tenía en su habitación el pequeño cofre de Esperanza, descerrajado. Quedóse sola, y fué sacando la pequeña hacienda de la joven. Consistía en escasa ropa blanca, algunos abanicos, y otras joyuelas. Pero en un rincón del cofre, la duquesa encontró un pequeño envoltorio; un envoltorio pesado.

¡Pero hombre, eres peor que un lobo! dijo el apoderado sacando del café a su matador . Esa señora esperaba que fueses a su casa. Ha estado la mar de tardes sin salir, creyendo que ibas a llegar de un momento a otro. Eso no se hace. Después de presentarte y de todo lo ocurrido, la debes una visita: cuestión de preguntarla por su salud.

Pero, aunque llegase alguien a convencerme de que cualquiera de estos novelistas de ahora valía más que Cervantes, aún no me convencería yo de que la superioridad consistía en el ejercicio o en el empleo de un arte más exquisito y profundo, sino en que a Zola, pongamos por caso, le había dado Dios más inteligencia, más estro, más inventiva y más profundidad de ideas y de sentimientos que a Miguel de Cervantes, por donde éste se había limitado a escribir cosillas de mero pasatiempo, sin penetrar más allá de la corteza y de la epidermis, mientras que Zola se hunde como buzo espiritual en las más obscuras reconditeces del ser humano, sacando de allí a la clara luz del día secretos misteriosos, nunca revelados antes.