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Empezaba a salir gente, y caían algunas limosnas, pocas. Los casos de ronda total, dando igual cantidad a todos, eran muy raros, y aquel día las escasas moneditas de cinco y dos céntimos iban a parar a las manos diligentes de Eliseo o de la caporala, y algo le tocó también a la Demetria y a señá Benina. Los demás poco o nada lograron, y la ciega Crescencia se lamentó de no haberse estrenado.

Pues yo me temía que no viniera, motivado al frío que hace, y pensé que, por ser día de perra gorda, el buen señor suprimía la festividá. Hubiéralo dado mañana, bien lo sabes, Crescencia, que D. Carlos sabe cumplir y paga lo que debe. Hubiéranos dado mañana la gorda de hoy, eso ; pero quitándonos la chica de mañana. Pues ¿qué crees , que aquí no sabemos de cuentas?

La caporala es rica, mismamente rica, tal como lo estáis oyendo, y todo lo que coge aquí nos lo quita a las que semos de verdadera solenidá, porque no tenemos más que el día y la noche. Vive por allá arriba indicó la Crescencia , orilla en ca los Paúles. ¡Quiá, no, señora! Eso era antes.

Mientras Casiana hablaba en voz baja con Demetria, la Burlada pegó la hebra con Crescencia en el rincón próximo a la puerta del patio. ¡Qué le estará diciendo a la Demetria! A saber... Cosas de ellas. Me ha golido a bonos por el funeral de presencia que tenemos mañana.

Aquí todas nacen de pie dijo la Burlada a Crescencia , menos nosotras, que hemos caído en el mundo como talegos». Y la Casiana, afilando más su cara caballuna, hasta darle proporciones monstruosas, dijo con acento de compasión lúgubre: «¡Pobre Don Carlos! Está más loco que una cabra».

Crescencia se llamaba la ciega o cegata, siempre hecha un ovillo, mostrando su rostro diminuto, y sacando del envoltorio que con su arrollado cuerpo formaba, la flaca y rugosa mano de largas uñas.

Sabes que rezo un Padrenuestro por ti todos los días, y le pido al Señor que te haga más rico de lo que eres; que vendas sinfinidá de Semanas, y que te traigan buen bodrio del café y de la casa de los señores condes, para que te hartes y la carreterona de tu mujer. ¿Qué importa que Crescencia y yo, y este pobre Almudena, nos desayunemos a las doce del mediodía con un mendrugo, que serviría para empedrar las santas calles?