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En la almohada quedó la huella de su cabeza; asustada, iba a hacerla desaparecer, cuando, pensándolo mejor, renunció a su propósito, y toda la noche, entre las burdas sábanas de la clínica, abrasándose de rubor, de placer y de amor, estuvo besando locamente su almohada blanca de doncella.

«Aquí se viste.... aquí vive.... aquí se peina.... aquí duerme.... aquí sueña!.... En esa almohada reclina su cabeza.... este armario guarda sus secretos.... aquél es el perfume en que humedece sus rizos. Allí están la imagen a quien reza la plegaria cortada por el sueño, y las sábanas a cuyo frío contacto se estremece su divino cuerpo

Con bolas, flechas, dardos y macanas, La guerra aquí se hizo lacrimosa: El Cristiano que sus fuerzas vanas, Y ser la resistencia peligrosa. Dejando su miseria en las sabanas, Los pies pone el que puede en polvorosa, Y al bergantin se acoge de corrida, Por escapar si puede con la vida.

Ligeritas de ropa a pesar de la estación, revoloteaban alegremente por su cuarto, que ofrecía el desorden del despertar, en torno de las dos camitas de inmaculada blancura, que en sus arrugadas sábanas guardaban el calor de los cuerpos jóvenes y ese perfume de salud y de vida que exhalan las carnes sanas y virginales.

Doña Paca advirtió en él, juntamente con los síntomas de agravación, cierta alegría febril, lo que juzgó de malísimo agüero, pues si su amo se volvía niño o demente cuando tan malito estaba, señal era esto de la proximidad del fin. Toda la noche estuvo dando vueltas de un lado para otro, queriendo levantarse, y renegando de que le tuvieran prisionero en la cárcel de aquellas malditas sábanas.

En el mismo punto se fué al alcázar, evitando pasar por el sitio donde se suponía muerto al bufón; se había metido entre sábanas, y había pasado la noche con la cabeza tapada y con fiebre. Por la mañana se durmió y despertó á las diez. Al ver entrar el sol por las rendijas de la ventana de su dormitorio...

Se detuvo allí un momento de pie mirando la compañía, saliéndole los desnudos pies por debajo de la manta, y se despidió haciendo un ligero movimiento. ¡Escucha Juanito! ¿Vas a acostarte otra vez? dijo Federico. , voy respondió con decisión el interpelado. ¿Pues qué tienes, vejete? No estoy bueno. ¿Cómo? Tengo fiebre. Y sabañones. Y reuma contestó Juanito. Y se hundió entre las sábanas.

, hija, , pues no faltaba más... Y solícito, cariñoso le ceñía el embozo de las sábanas a la espalda sonrosada, de raso, que él no miraba siquiera. Pero la Regenta notó luego que su marido estaba preocupado. ¿Qué tienes? ¿Tienes aprensión? Crees que estoy peor de lo que dicen... y quieres disimular.... No, hija, no... por amor de Dios... no es eso....

Se sintió aliviada... libre de aquel espantoso hervor de su cerebro. Su mamá le limpiaba el sudor de su frente, llamándola con palabras cariñosas. Había sentido Rosalía sus quejidos, síntoma indudable de la pesadilla, y saltó de la cama para correr en su socorro. Eran las doce. Hízole después una taza de , y ayudada de Prudencia le mudó las sábanas.

Y dicho esto, oigamos a Doña Paca, entre sábanas metida, mientras la otra se acostaba en el suelo: «Pues, hija, nadie me quita de la cabeza que le has dado un bebedizo a este pobre señor. ¡Vaya cómo te quiere!