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Actualizado: 9 de julio de 2025
El oído, acostumbrado al roce incesante de las espumas en los costados del buque, al estremecimiento de la atmósfera cortada por el impulso de la marcha, al lejano zumbido de las máquinas extendiendo su vibración por los muros y tabiques del gigantesco vaso de acero, acogía ahora con extrañeza este silencio repentino, absoluto, abrumador, como si el buque flotase en la nada.
Iba a Valencia en invierno para oír las óperas que elogiaban los diarios, y en un rincón de su tienda tenía montones de novelas y periódicos ilustrados, reblandecidos por la humedad y con las hojas gastadas por el continuo roce de los parroquianos.
Pero este triunfo le llenaba de tristeza. ¡Cómo le odiaba la gente! La vega entera alzábase ante él á todas horas, ceñuda y amenazante. Aquello no era vivir. Hasta de día evitaba el abandonar sus campos, rehuyendo el roce con los vecinos. No les temía; pero, como hombre prudente, evitaba las cuestiones con ellos.
Oíase el gemido de la prensa, el roce del pegajoso rodillo negro y el rascar de la pluma del maestro sobre la piedra. Juan Bou, que aunque buen catalán tenía un oído infernal, destrozaba entre dientes La Marsellesa, como destroza el fumador la colilla del cigarro. Después escupía unas cuantas notas, y callaba para empezar de nuevo al poco rato.
Se diría que para precavernos contra el roce, que pudiera limar y pulir las diferencias, nos armamos instintivamente de una virtud conservadora de lo castizo que persiste en el fondo, aunque superficialmente desaparezca. Lo que llaman ahora high-life, o dígase aquella parte de la sociedad más rica, elegante y empingorotada, nos parece que debe ser cosmopolita, y sin embargo no lo es.
Febrer, antes de sumirse de nuevo en la inconsciencia, antes de atravesar otra vez las puertas ígneas del delirio, veía próximos a sus ojos los ojos húmedos de Margalida, cada vez más tristes y lagrimeantes en sus círculos azulados; sentía el soplo tibio de su aliento en sus propios labios, y luego estremecerse éstos con un contacto sedoso y húmedo, una caricia leve y tímida semejante al roce de un ala. «Dorga, don Chaume.» El señor debía dormir.
¡Qué hermosa todavía, a pesar de sus amputaciones y su vejez!... La piedra del zócalo, agujereada y combada hacia dentro por el roce de personas y carruajes, estaba partida por varios tragaluces con rejas a ras del suelo. La parte baja del palacio mostrábase roída, lacerada y polvorienta, como unos pies que hubiesen caminado durante siglos.
Era el rostro el de un anémico; la expresión amanerada del gesto anunciaba una idea fija petrificada en aquellos labios finos y en aquellos pómulos afilados, como gastados por el roce de besos devotos. Sin detenerse pasó el Magistral junto a la puerta de escape del coro; llegó al crucero; la valla que corre del coro a la capilla mayor estaba cerrada.
Tus mejillas vuelven a tener su color natural; ya ha desaparecido de ellas el brillo extraño que me sorprendió cuando entré y la triste palidez que las cubría entonces. Ya te encuentras mejor, Magdalena; ya estás bien, hermana mía. Magdalena se dejó caer en la butaca, inclinando el rostro, medio oculto por sus blondos cabellos, cuyos bucles acariciaban con leve roce la frente del mancebo.
Era de su madre, la pobre señora pálida y enferma que compartía su vida entre el rezo y la adoración a un hijo para el que había soñado las mayores grandezas. El otro tal vez había pertenecido a su abuela, aquella americana de los tiempos del romanticismo, que aún parecía estremecer el caserón con el roce de sus blancos vestidos y los susurros de su arpa.
Palabra del Dia
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