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Lo cierto es que si aquel Telo hubiera sabido darte la puñalada en regla, y si no te hubiera curado tu marido, a quien todo el mundo llora, menos , estarías ahora roída de gusanos, para descanso de cuantos te conocen. Lo que es a , no me la cuelas, pedazo de embustera.

La torre, construida con piedra arenisca, estaba algo roída en su exterior por el viento del mar. Muchos sillares habían rodado fuera de sus alvéolos, y estas oquedades eran como peldaños disimulados para escalar la torre.

Después se fijó en el puente; en su puerta ojival, resto de las antiguas fortificaciones; en los pretiles de piedra amarillenta y roída como si por las noches vinieran a devorarla todas las ratas del río, y en los dos casilicios que guardaban unas imágenes mutiladas y cubiertas de polvo.

A un lado, había un pozo de la misma época en que se construyó el palacio, un orificio abierto en la roca, con brocal de piedra roída por el tiempo y una espadaña de hierro trabajada a martillo. La hiedra crecía en frescos ramilletes entre los salientes de la pulida piedra.

Mientras de tal suerte espantaban Perico y Miranda el mal humor, a Pilar se le deshacía el pulmón que le restaba, paulatinamente, como se deshace una tabla roída por la carcoma.

¡Qué hermosa todavía, a pesar de sus amputaciones y su vejez!... La piedra del zócalo, agujereada y combada hacia dentro por el roce de personas y carruajes, estaba partida por varios tragaluces con rejas a ras del suelo. La parte baja del palacio mostrábase roída, lacerada y polvorienta, como unos pies que hubiesen caminado durante siglos.

Las paredes, arañadas por las aguas, mostraban sus adobes de barro crudo, sin más que unas ligerísimas manchas blancas que delataban el antiguo enjalbegado. La puerta estaba rota por debajo, roída por las ratas, con grietas que la cortaban de un extremo á otro.

En el inmenso valle, los naranjales como un oleaje aterciopelado; las cercas y vallados de vegetación menos obscura, cortando la tierra carmesí en geométricas formas; los grupos de palmeras agitando sus surtidores de plumas, como chorros de hojas que quisieran tocar el cielo cayendo después con lánguido desmayo; villas azules y de color de rosa, entre macizos de jardinería; blancas alquerías casi ocultas tras el verde bullón de un bosquecillo; las altas chimeneas de las máquinas de riego, amarillentas como cirios con la punta chamuscada; Alcira, con sus casas apiñadas en la isla y desbordándose en la orilla opuesta, toda ella de un color mate de hueso, acribillada de ventanitas, como roída por una viruela de negros agujeros.

De la antigua familia que había visto en su niñez no quedaba nadie. Sólo madó Antonia le podía recordar los tiempos pasados. Cuando se vio dueño de la fortuna de los Febrer y en plena libertad, tenía veintitrés años. La tal fortuna estaba roída por las esplendideces de sus ascendientes y abrumada con toda clase de gravámenes.

Tal vez mejor que muchos, pues es sencillo, todo de una pieza, sin engaños ni hipocresías. Un hombre: lo has dicho. Soy un hombre como los demás. Los que llegamos a cierta altura somos como los santos que están en las fachadas de las iglesias. De abajo, causan admiración por su hermosura; vistos de cerca, producen horror por la fealdad de la piedra roída por el tiempo.