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Actualizado: 28 de septiembre de 2025


Riquín, Encarnación y Relimpio eran, pues, los únicos que llevaban la alegría, la distracción y la esperanza a la triste celda durante un rato, que se alargaba todo lo posible, contando con la bondad de la celadora. Miquis fue a verla un día para anunciarle la visita definitiva de Muñoz y Nones. «Oye , gran mujer le dijo : mañana viene mi querido suegro. Recíbelo como se merece.

No, no, no se pega dijo Isidora, atándole en su sitio la falda . No le gusta más que pegar. En las piernas no tiene fuerzas; pero en los brazos... Riquín, hijo mío, dile: «Yo voy a ser un hombre de puños...». ¡Leña a ella!... Como te coja... Cuidado como riñen a mi cabezudito.

Aquel día, que era domingo, Riquín había sido elevado a la silla metropolitana, y estaba oficiando de pontificial cuando su mamá y Juan José disputaban. «Ven le dijo Isidora sentándole sobre sus rodillas, dándole muchos besos , y te haré una casulla de oro y un altar de plata». El chiquillo la miraba espantado.

«Estás, estás... le dijo turbado por la emoción , que pareces una diosa... Vengan las duquesas a tomarte por modelo... ¡Riquín!, hijo mío, sol, dame más besos... ¡Bendita sea tu madre!». Mucho se alegraba también Isidora de ver a su padrino; pero un asunto urgentísimo les separaría muy pronto. «¿No viene hoy ese bruto? dijo Relimpio. No; hoy habla en el Congreso.

Riquín, ya muy mejorado, saltaba y corría por el campo, y en sus mejillas renacían los frescos colores de la salud. Todo el día lo pasaba D. José embelesado, y no hartaba sus ojos de mirar a la madre y al hijo. Paseaban los tres por la montaña, se sentaban, hacían vida de idilio, semejante a la que D. José había visto pintada en los biombos de la casa de Aransis.

Ha caído en vuestro cieno por la temeridad de querer remontarse a las alturas con alas postizas». Oyendo estos disparates, Emilia era un mar de lágrimas. Miquis la llevó a un cercano aposento, y en él la encerró con el pobre Riquín, que también lloraba, para que ambos no presenciasen el fin del buen Relimpio, el cual ocurrió media hora más tarde, y fue tranquilo y suave.

Era la otra cascada y a veces chillona. ¡Vaya con la pareja! Riquín y D. José de Relimpio jugaban arrastrándose por el suelo. Caballo y jinete se besaban, locos de regocijo, en la confusión de las caídas leves. Abriose de pronto la puerta de la sala, y entró... nada menos que la Sanguijuelera.

Al subir la escalera, despacio, se representaba en la mente, según su costumbre, lo que le había de decir Botín y lo que ella había de contestarle. Decididamente le pondría cara de perro; él echaría su sermón de costumbre sobre el escándalo, y después se aplacaría. Llegaron jadeantes al piso segundo. Don José, que cargaba a Riquín dormido, iba detrás pitando todavía.

Había entrado Riquín paso a paso, porque sus piernas eran cortas y débiles. Se le había desatado el faldellín, corriéndose por la cintura abajo. Estaba, pues, en traje talar que le arrastraba, y por los bordes de él asomaban sus patitas vacilantes.

Y el pícaro Anticristo la miraba, echándose el fusilillo a la cara con infantil gracejo, y ¡zas!, disparaba un tiro que la dejaba muerta en el acto; acudían otros chicos, camaradas de Riquín, y entre risotadas y gritos la cogían y la arrastraban por las calles. Gran algazara y befa de la multitud, que decía: «¡La marquesa, la marquesa!».

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