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Traía en un gran lío toda la ropa de Riquín y algo de la del ama. «La fiera dijo me mandó sacar todo esto. Está bramando. ¡Ay señorita!, si usted le dice dos palabras al salir, hay reconciliación... Yo lo siento. Está arrepentido de su barbaridad. Yo quería traer más; pero no me dejó. Mañana llamará a las prenderas... ¡Ay! ¡Qué lástima! ¡Qué riqueza hay allí!».

Lo que es a Botín no le puede ver». Al decir esto, Relimpio dejaba conocer, al trasluz de su pena, el regocijo de la venganza. ¡Riquín no quería al otro! ¡Oh placer de los dioses!

Iba la madre a ver a su hijo, al noble, al precioso y cabezudo Riquín, que recogido y amparado en casa de Castaño durante los cinco meses de prisión, miraba a Emilia como madre y a los niños de aquella como sus hermanitos.

El barrio en que su mala suerte la había traído a vivir, era para la de Rufete atrozmente antipático. Algunas tardes salía con Riquín y D. José a dar una vuelta por la calle del Mesón de Paredes, el Rastro y calle de Toledo, y sentía tanta tristeza como repugnancia.

Entre su doncella y la peinadora la vistieron de chula rica. Aquella mañanita de San Isidro, mientras duró el atavío chulesco, todo era regocijo en la casa, todo risas y alegrías. Don José andaba a gatas sirviendo de caballo a Riquín, ya vestido desde el amanecer de Dios, y Mariano cantaba en la cocina rasgueando una guitarra.

La Sanguijuelera, que algunas veces visita a su sobrina, tiene gran cariño al cabezudito: le coge, le zarandea, le da gritos, y le llama ¡rico!, ¡riquín!... De donde resulta que al muchacho se le pega este nombre, y en lo sucesivo todos le llaman Riquín. Junio. Muerte del general Concha. Pánico y luto. Retirada. La patria, que creía próxima su salvación, gime.

«¿Tus pendientes?... Espera, te vas a hacer daño. Yo te los destornillaré». Y con suma delicadeza realizó la operación, gozoso de que sus dedos jugaran, siquiera por un momento, con los pulpejos de las orejitas de su ahijada. «Ya están aquí. Pongámoslos en el estuche. Estos te los regaló cuando vino al mundo Riquín. Por estos te darán... darán...».

Estas sabias apreciaciones duraban poco, y luego volvía D. José a la monotonía de sus lamentos pastoriles. Durante varios días repitió las mismas cosas... La había visto un momento... Estaba desmejorada y triste... Riquín tampoco era feliz... En mayo añadió a tan enfadosos temas uno que era más agradable a la concupiscencia de Mariano.

Que el misal fuese una novela y el copón una huevera, no era motivo de escándalo, porque la inocencia lo santificaba todo con su carácter altamente divino. Riquín hacía al principio de sacristán; pero empezó a mostrar tales disposiciones, que pronto dijo también sus misas y echaba graciosos sermones.

Tres veces en dos días había ido la pícara a ver a Riquín, porque la ortopedista no se lo había querido entregar; pero ni con preguntas capciosas pudo obtener de ella un indicio del sitio en que moraba. Debía de saberlo don José; mas también guardaba fielmente el secreto.