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Actualizado: 28 de septiembre de 2025
Interiormente habían desaparecido la sillería y aparador de nogal tallado del comedor; subsistían intactos el cuarto de Riquín, el del baño, parte principal de la casa; el que solía ocupar D. José Relimpio cuando allí pernoctaba, el de Mariano y el de la muchacha.
Anticristo o lo que seas exclamó Encarnación volviendo a tomarle en sus brazos , me tienes boba. Te voy a comer». Y estallaban los besos como cohetes. En pie ya para marcharse, después de tomar su recibo, la Sanguijuelera, sin soltar a Riquín, dijo a Isidora: «¡Pero qué alma tienes! Dijiste que le ibas a comprar un pandero, y no se lo has comprado... ¡Anda, mala madre!
Isidora no oyó más, porque llegaron Miquis y D. José. El médico venía de frac, que se alcanzaba a ver bajo un ligero abrigo. Iba a un sarao de cierta casa de tono. Precursoras y compañeras de su fama eran las relaciones, y la entrada que iba teniendo en los más escogidos círculos de la sociedad. Examinado Riquín, le recetó un calomelano.
Oírle contar sus épicas luchas por la causa del pueblo era el gran pasmo de D. José y de Riquín; pero Isidora no contenía fácilmente la risa. Las galanterías de Bou con Isidora semejaban a las del oso que quiso mostrar el cariño a su amo matándole una mosca sobre la frente. Alguna vez, dejando hablar a sus sentimientos, se expresaba con sencillez y naturalidad.
Veríais entonces aparecer al gran D. José, fatigado de tanto andar a cuatro pies, ligeramente encendido el rostro; pero hecho todo miel, y tan risueño y bondadoso como antaño. Traía en brazos a Riquín, que era muy lindo, gracioso y dicharachero.
Melchor se despidió por la tarde de su padre y de Isidora, diciéndoles que allí les quedaba la casa, que hicieran de ella lo que gustaran, porque él se iba a Barcelona a emprender un nuevo negocio. Quedáronse, pues, solos los tres: Isidora, Riquín y el viejo, y véase por donde vino a ser casi real el sueño ornitológico de D. José: los tres gorjeando en las ramas.
Los libros de D. José, ya repletos de números, no contenían más que partidas fallidas, y daba dolor ver en sus garabateadas páginas el triste papel que hacían los Haberes junto a las nutridas columnas del Debe. Veamos cómo pasaba el tiempo la dueña de la casa. Entre bañarse, peinarse, vestir y arreglar a Riquín, se le iba la mañana.
Don José iba a El Escorial los domingos en el tren de recreo cuando Melchor quedaba en Madrid. ¡Qué feliz aquel día! ¡Diez horas con Isidora y con Riquín! Algo enturbiaba su dicha el notar en su ahijada una tristeza sombría y como enfermiza. Si hablaba de Melchor lo hacía en los términos más desfavorables para el aprovechado joven. ¡Y qué ardientes deseos tenía de volver a Madrid!
JOAQUÍN. No he tenido el gusto de ver a su señoría. ISIDORA. ¡Cuánto he andado, cuánto he corrido hoy!... He vuelto a casa de Emilia para ver a Riquín. JOAQUÍN. Has hecho bien en dejarle allí. En ninguna parte estará mejor. Dios de mi vida, ¡qué angustia! Déjame, que yo iré arreglando las cosas. Por de pronto es preciso que salgas de aquí.
No tenía ningún vestido propio para viaje, ni sombrero, ni nada de lo que ordena el implacable imperio del verano, que con sus chapuzones iguala en dispendios al invierno con sus bailes y fiestas. Riquín estaba casi desnudo. «Nada, nada dijo Melchor en tono paternal ; yo no puedo consentir que carezcas... Pues no faltaba más...».
Palabra del Dia
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