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Actualizado: 27 de mayo de 2025
Las nueve. Oíase el chirrido de un carro rodando por un camino lejano. Ladraban los perros, transmitiendo su fiebre de aullidos de corral en corral, y el rac-rac de las ranas en la vecina acequia interrumpíase con los chapuzones de los sapos y las ratas que saltaban de las orillas por entre las cañas. Sènto contaba las horas que iban sonando en el Miguelete.
En las acequias conmovíase la tersa lámina de cristal rojizo con chapuzones que hacían callar á las ranas; sonaba luego un ruidoso batir de alas, é iban deslizándose los ánades lo mismo que galeras de marfil, moviendo cual fantásticas proas sus cuellos de serpiente. La vida, que con la luz inundaba la vega, iba penetrando en el interior de barracas y alquerías.
Me incliné de nuevo y besé el crucifijo de la madre. Lo mismo hice con el de la hermana María de la Luz, que por cierto volvió a ponerse colorada. En cuanto al de la hermana San Sulpicio, me abstuve de tocarlo. Sólo me incliné profundamente con semblante grave. Así aprendería a no reírse de los chapuzones de la gente.
No tenía ningún vestido propio para viaje, ni sombrero, ni nada de lo que ordena el implacable imperio del verano, que con sus chapuzones iguala en dispendios al invierno con sus bailes y fiestas. Riquín estaba casi desnudo. «Nada, nada dijo Melchor en tono paternal ; yo no puedo consentir que carezcas... Pues no faltaba más...».
Palabra del Dia
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