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Actualizado: 27 de julio de 2025


¿Y lo eres también? dijo levantándose de la silla y viniendo a sentarse a su lado. ¿Yo? exclamó Reynoso pasándole el brazo por detrás de la cintura . ¡Yo estoy gozando de un cielo anticipado! Dios no tiene ya nada que darme cuando me muera. Porque me han dicho... me han dicho... que no te vas de buena gana a vivir a Madrid. Pues te han engañado.

Reynoso se acercó a las cocheras y dirigiéndose a un mozo que limpiaba un carruaje: Dile a Pedro que enganche antes de las diez para ir a buscar a la estación al señorito Tristán. Sacó luego su cronómetro. Eran las ocho. Dejó las cocheras y abriendo la gran puerta enrejada se introdujo en el parque. Bello, esmeradamente cuidado, pero no de grandes dimensiones.

Los muebles eran viejos, macizos, lustrosos; en las alcobas camas enormes de madera sin pabellón; en las paredes colgados grandes cuadros al óleo renegridos y confusos. Reynoso, que así se nombraba el inventor de la emboscada descrita, contempló largo rato a su víctima que a su vez le miraba con expresión indefinible de temor, reconvención y tristeza dejando escapar débiles mayidos.

Por la mañana en el balcón, por la tarde en la Castellana o el Retiro, por la noche en el teatro o en los saraos los enamorados no se perdían apenas de vista y aun puede decirse de oído. Pero donde más se placían por la libertad y confianza que gozaban era en casa de Reynoso.

Tiene unos chistes que es para morirse de risa. Hay uno sobre todo, el que hizo más efecto... ¿Está por ahí Clarita? ¿No ha venido todavía...? Pues entonces os lo diré... Y bajó un poco la voz y lo contó. Elena soltó la carcajada. Reynoso se contentó con sonreír.

Era una niña por la frescura de su rostro y por la viveza de sus movimientos, aunque ya tenía cumplidos veintidós años. Te equivocas; hoy no puedo oler más que a tomillo respondió Reynoso sacando el puñado que traía en el bolsillo.

Reynoso paseó una mirada anhelante por el rostro de sus amigos, y viendo que los dos bajaban la cabeza confirmando las palabras de Tristán, se llevó ambas manos crispadas a los cabellos mesándoselos con furor. Fue un acceso de loca desesperación. Gritos, sollozos, interjecciones, movimientos convulsivos. Sus amigos turbados y confusos hacían vanos esfuerzos por calmarle.

¡Bien puedes decirlo! repuso Reynoso con franca sonrisa . El cielo me destinaba para pobre. No me agradan los alimentos de los ricos, no me agradan los colchones de pluma, no me agradan los muebles suntuosos. Una camita blanca sin cortinas, unas sillas de rejilla, una mesa de pino, y leche y judías a pasto... ¡he aquí mi felicidad!

Estaba en verdad bien enamorado aquel caballero. ¡Feliz el hombre que, como él, no ha tenido más amor que el de su esposa! Don Germán Reynoso era hijo de un agente de Bolsa. Cuando sólo contaba seis o siete años, su padre, por virtud de algunas operaciones desgraciadas, quedó arruinado.

Así que las palomas del tejado le divisaron en medio del patio abrieron las alas repentinamente y vinieron a posarse sobre él transformándole en informe estatua de nieve. Reynoso no recibió aquella acostumbrada caricia con la benevolencia de otras veces. El peso de su culpa le hacía atrabiliario. ¡Quitad, quitad! ¡Fuera!

Palabra del Dia

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