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Actualizado: 28 de septiembre de 2025


A las ocho tomaban juntos el chocolate en el invernáculo que él llamaba con cierto orgullo enfático la serre. ¡Si esto fuera nuestro!... pensaba a veces Quintanar contemplando las plantas exóticas de los anaqueles atestados y de los jarrones etruscos y japoneses más o menos auténticos.

Pero estaba muy bien conservado. Ana suplicó a don Cayetano que nada dijese a sus tías de aquella proporción, hasta que ella tratase algún tiempo a Quintanar; porque si doña Anuncia sabía algo, impondría al novio sin más examen. «Nada más justo; prefiero que estas cosas las resuelva el corazón; Moratín, mi querido Moratín, nos lo enseña gallardamente en su comedia inmortal: El de las niñas».

Era necesario redimirle, ayudarle a toda costa. «Y que perdonase don Víctor Quintanar, incapaz de ser escéptico, frío y prosaico por fuera, romántico y dulzón por dentro». Cuando subían la escalera, Paco Vegallana, el muchacho de más partido entre las mozas del ídem, estaba resuelto: 1.º A favorecer en cuanto pudiese los amores, que él daba por seguros, de la Regenta y Mesía.

Pero, hombre, parece que hablas con sordina... decía Crespo malhumorado. Quintanar le consultaba acerca del estado de Ana. ¿A ti qué te parece de esto? Ps... allá ella. Sus razones tendrá. Yo creo Tomás, aquí para interinos... que Anita se nos hace santa, si Dios no lo remedia. A me asusta a veces. ¡Si vieses qué ojos en cuanto se distrae!

Don Álvaro tenía para Quintanar el raro mérito de no ser terco: en Vetusta todos lo eran según el buen aragonés; pero aquel modelo de caballeros elegantes no insistía en mantener una opinión descabellada, siempre concluía por darle la razón a Quintanar, quien decía a espaldas del buen mozo: «¡Si este se fuera a Madrid haría carrera... con esa figura, y ese aire, y ese talento social!... ¡Oh, ha de ser un hombre!».

Ana hablaba a veces con la boca llena, inclinándose hacia Quintanar que sonreía, mascaba con fuerza, y mientras blandía un cuchillo aprobaba con la cabeza. La casa es alegre hasta de noche dijo ella. Y añadió: Toma, móndame esa manzana.... «Móndame la manzana, móndame la manzana...» ¿dónde he oído yo eso?... Ah ya.... Y se atragantó con la risa. ¿Qué tienes, hombre?

Quintanar no preguntó por su mujer; no era esto nuevo en él; solía olvidarla, sobre todo cuando tenía algo entre manos. Pidió luz para el despacho, se sentó a su mesa, y separando libros y papeles, dejó encima del pupitre un envoltorio que tenía debajo del brazo. Era una máquina de cargar cartuchos de fusil.

Llamaba los chicos a los que habían salido al bosque. ¡Es verdad! ¿Qué era de ellos? Hay que buscarlos.... Se van a poner perdidos exclamó Quintanar, acordándose de su mujer, lleno de remordimientos por no haberlo dicho antes. El Magistral no pensaba en otra cosa, pero callaba.

Una tarde Crespo, enterado de que la niña ya sabía algo, sin encomendarse a Dios ni al diablo, detuvo a las de Ozores en la carretera de Castilla y les presentó al señor don Víctor Quintanar, magistrado. Las acompañaron aquellos señores durante el paseo y hasta dejarlas en el sombrío portal del caserón de Ozores. Doña Anuncia ofreció la casa a don Víctor.

Con mil amores acogió Quintanar al buen mozo y le expuso sus ideas en punto a literatura dramática, concluyendo como siempre con su teoría del honor según se entendía en el siglo de oro, cuando el sol no se ponía en nuestros dominios. Mire usted decía don Víctor, a quien ya escuchaba con interés don Álvaro mire usted, yo ordinariamente soy muy pacífico.

Palabra del Dia

passaro

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