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Actualizado: 9 de septiembre de 2024
Por lo tanto me rogaba que aceptase la invitación en su lugar, asegurándome que la casa, aunque modesta, era cómoda y limpia, y que su hermana se avendría al cambio con placer; acabando por recordarme las molestias que me aguardaban en los coches atestados del tren, en mis idas y venidas entre Zenda y Estrelsau.
Al desembocar en el campo la alegre multitud, huyeron espantadas unas cuantas gallinas y algunos borregos sucios y torpes patos, que correteaban por allí, y eran los únicos pobladores del mezquino oasis, limitado de una parte por la vetusta tapia, de otra por cobertizos atestados de fardos de vena, y de otra por el taller de cigarros peninsulares, aislado del edificio de la Granera.
Aquellas calles estrechísimas, tortuosas, desiguales; aquellos patios de jaspeadas columnas atestados de flores, que se divisaban al través de las cancelas, formando contraste con la modesta apariencia de las casas; el filete de cielo azul resplandeciente que se veía allá arriba, forzando con su viva luz irresistible la angostura de las calles; la animación y el ruido que por todas partes reinaban, despertaron en mi alma una alegría que jamás hasta entonces había sentido: la alegría del sitio.
A esto dijo el ventero que se engañaba; que, puesto caso que en las historias no se escribía, por haberles parecido a los autores dellas que no era menester escrebir una cosa tan clara y tan necesaria de traerse como eran dineros y camisas limpias, no por eso se había de creer que no los trujeron; y así, tuviese por cierto y averiguado que todos los caballeros andantes, de que tantos libros están llenos y atestados, llevaban bien herradas las bolsas, por lo que pudiese sucederles; y que asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de ungüentos para curar las heridas que recebían, porque no todas veces en los campos y desiertos donde se combatían y salían heridos había quien los curase, si ya no era que tenían algún sabio encantador por amigo, que luego los socorría, trayendo por el aire, en alguna nube, alguna doncella o enano con alguna redoma de agua de tal virtud que, en gustando alguna gota della, luego al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno hubiesen tenido.
Los claustros de tus Cuevas y tus Prados noche y día miráronse atestados de hijos nativos del saber amantes: hiciste héroes y armaste caballeros, y aun late en el cantar de mis troveros la dulcísima lengua de Cervantes. ¡Oh rica fabla espiritual!
Además, los trenes iban atestados de viajeros, gentes que acudían a las ferias de las ciudades para presenciar las corridas. Muchas veces, Gallardo, por miedo a perder el tren, mataba su último toro en una plaza, y vestido aún con el traje de lidia, corría a la estación, pasando como un meteoro de luces y colores entre los grupos de viajeros y los carretones de los equipajes.
Porque su pasión del lujo la había llevado insensiblemente a un terreno erizado de peligros, y tenía que ocultar las adquisiciones que hacía de continuo por los medios más contrarios a la tradición económica de Bringas. Tenía los cajones de la cómoda atestados de pedazos de tela, estos cortados, aquellos por cortar.
Mi mamá y yo decíamos: «Quizás esté copiando para traernos algo de comer». ¡Qué chasco nos llevamos!; todo se volvía: Artículo primero, tal cosa; artículo segundo, tal cosa. Y luego: Quedo encargado de la ejecución del presente decreto. Hacía preámbulos atestados de disparates.
A las ocho tomaban juntos el chocolate en el invernáculo que él llamaba con cierto orgullo enfático la serre. ¡Si esto fuera nuestro!... pensaba a veces Quintanar contemplando las plantas exóticas de los anaqueles atestados y de los jarrones etruscos y japoneses más o menos auténticos.
Echaban de menos mis pulmones el aire rico y puro de la montaña, cuando se henchían del espeso y mal oliente de los grandes centros recreativos atestados de luces y de gentes; y andaba con la cabeza muy alta aun por los sitios más espaciosos, por la costumbre de buscar la luz por encima de los montes; antojábanseme las calles hormigueros y no viendo en ellas más que las obras y los fines de la ambición humana, cuando elevaba mi vista más allá de los aleros que asombraban la rendija de la calle, no descubría siempre la imagen de Dios, o la veía menos grande que la que me reflejaban forzosamente los gigantescos picachos de Tablanca en cuanto clavaba mis ojos en ellos.
Palabra del Dia
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