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Crespo, según él dijo, tomó un día por su cuenta a la joven para recomendarle al señor Quintanar. «Era el único novio digno de ella. Los cuarenta años y pico eran como los de los árboles que duran siglos, una juventud, la primera juventud. Más viejo es un perro de diez años que un cuervo de ciento, si es cierto que los cuervos duran siglos». Ana apreciaba en mucho los consejos de Frígilis.

Y al día siguiente don Víctor Quintanar, de tiros largos, como el día de la primera visita, entró en el estrado de los Ozores. Venía a pedir la mano de Ana, «a quien creía no ser indiferente». «Daba aquel paso antes de lo que pensaba, porque acababa de ser ascendido; iba a Granada en calidad de Presidente de Sala y quería llevarse a su esposa, si su ardiente deseo era cumplido.

Ana sonreía, hermosa y fresca con su traje sencillo de la hora de acostarse. ¿Y ustedes? dijo Quintanar. Nosotros respondió Paco nos hemos quedado sin cama porque a la señora gobernadora le dio el capricho de tener miedo a los truenos y quedarse a dormir.... ¿De modo?... preguntó Ana risueña. Que dormiremos en un sofá. Vaya, vaya, pues buenas noches.

Se quedó solo en su despacho meditando sobre las ruinas de sus inventos, máquinas y colecciones. «¡Dios mío! ¡si estará loca la pobrecitadecía entre suspiros Quintanar, con las manos en la cabeza. Se acostó decidido a consultar seriamente lo de su mujer.

Felices ellos» pensó Quintanar. Pasó el jefe de la estación que parecía un pordiosero. Era joven; más joven que la mujer de la ventana parecía. «Se querrán. Ella por lo menos le será fiel». Después de esta conjetura don Víctor se dejó caer otra vez en su asiento. Cerró los ojos, tapó el rostro cuanto pudo con una mano. El tren volvió a moverse.

Enfrente don Víctor, un poco alegre, fingía enamorar a Visitación y recitaba versos de sus poetas adorados y repetía hasta parecer un martillo: ¿Qué delito cometí para odiarme, ingrata fiera? quiera Dios... pero no quiera que te quiero más que a . Por Dios y por las once mil... cállese usted, Quintanar decía la Marquesa.

Has de saber, Anita mía, que yo tengo para ti un novio, paisano mío. Vuélvete a casa, que allá iré yo y te hablaré del asunto. Aquí sería una profanación. El candidato de Ripamilán era un magistrado, natural de Zaragoza, joven para oidor y algo maduro, aunque no mucho, para novio. Tenía entonces la señorita doña Ana Ozores diez y nueve años y el señor don Víctor Quintanar pasaba de los cuarenta.

La imagen de don Álvaro también fue desvaneciéndose, cual un cuadro disolvente; ya no se veía más que el gabán blanco y detrás, como una filtración de luz, iban destacándose una bata escocesa a cuadros, un gorro verde de terciopelo y oro, con borla, un bigote y una perilla blancos, unas cejas grises muy espesas... y al fin sobre un fondo negro brilló entera la respetable y familiar figura de su don Víctor Quintanar con un nimbo de luz en torno.

Tuvo miedo de ponerse encarnada, de que le temblase la voz al contestar al cortés saludo de Mesía. Miró a su marido, algo asustada, pero Quintanar estrechaba la mano de don Álvaro con cariñosa efusión. Le era muy simpático, y aunque se trataban poco, cada vez que se hablaban estrechaban los lazos de una amistad incipiente que amenazaba ser íntima y duradera.

El caballero las miraba de lejos, mientras don Tomás se detenía a saludarlas. Aquel señor era Quintanar; el magistrado. Efectivamente, no estaba mal conservado. Era muy pulcro de traje y de aspecto simpático. «Era un forastero, palabra de sentido especial en Vetusta, para las señoritas de Ozores, que no le habían visto aún en ninguna casa de las suyas».