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El octavo, no fingir ataque de nervios ni hacer mimos a los primos. El noveno, no desear más prójimo que su marido. El décimo, no codiciar el lujo ajeno. Estos diez mandamientos se encierran en la cajita de los polvos de arroz, y se leen cada día hasta aprenderlos de memoria. El quid está en no quebrantar ninguno, como hacemos los cristianos con varios de los del Decálogo. Sigamos con el platero.

Yo le enseñaré se decía todo lo que puede enseñarse en un colegio, en el buen sentido de la palabra, porque en los colegios también se aprende algo malo. Procuraré, al mismo tiempo que educo su inteligencia en los sanos principios de la moral, de la caridad y del amor al prójimo, desarrollar sus fuerzas físicas, educar su cuerpo.

Nadie en este mundo, excepto él, sabía que Silas era el mismo hombre que habiendo amado antes a su prójimo con tierno afecto había tenido confianza en una bondad invisible. Aun para sus ojos, aquella experiencia de la vida pasada se había vuelto algo obscura.

Volvióse Jacobo del otro lado, ahogando estas reflexiones con su voluntad ya despierta, y tiró de la campanilla, murmurando entre dientes: Amar a nuestro prójimo Nos manda la doctrina, Y al prójimo en la guerra Le dan contra una esquina. Entró Damián, trayendo, como todos los días, el correo y los periódicos, que puso al alcance de la mano de Jacobo sobre la mesa de noche.

D.ª Marciala, más franca o más colérica, apenas quitaba los ojos de D. Narciso y D.ª Filomena, unos ojos escrutadores, inquietos, por donde pasaban de vez en cuando relámpagos de ira. En los centros de murmuración de la villa decíase que D.ª Marciala estaba enamorada del P. Narciso. Aunque esto no sea creíble, por tratarse de una señora que toda la vida se había manifestado muy circunspecta y religiosa, no hay duda que sus familiaridades con el clérigo podían dar lugar a torcidas interpretaciones entre la gente propensa a pensar mal del prójimo. Había casado ya tarde, cuando contaba más de treinta años, con D. José María, el boticario de la plaza.

Pero lo que sobre todo hacía agradable aquella casa, era la misma Sra. de Figueredo, que unía a su elegancia, discreción y hermosura, el carácter más franco y regocijado. Del sitio en que ella se presentaba, salía huyendo la tristeza. En torno suyo y en su presencia, no había más que conversaciones apacibles o jocosas, risas y burlas inocentes, sin mordacidad ni grave perjuicio del prójimo.

Se posan con afecto en un rayo de luz, en una flor, hasta en cualquier objeto inanimado; pero con más afecto aún, con muestras de sentir más blando, humano y benigno, se posan en el prójimo, sin que el prójimo, por joven, gallardo y presumido que sea, se atreva a suponer nada más que caridad y amor al prójimo, y, cuando más, predilección amistosa, en aquella serena y tranquila mirada.

28 No seas testigo falso contra tu prójimo; y no lisonjees con tus labios. 29 No digas: Como me hizo, así le haré; daré el pago al varón según su obra. 30 Pasé junto a la heredad del hombre perezoso, y junto a la viña del hombre falto de entendimiento; 31 y he aquí que por toda ella habían ya crecido espinas, ortigas habían ya cubierto su faz, y su cerca de piedra estaba ya destruida.

Harías mal en no estimarlas sinceras... Además, no necesito yo decirte lo mucho que vales. Eso lo sabe todo el mundo. Gracias, gracias. ¿Te has cansado de jugar? Me duelen un poco las muelas. Sácatelas. ¿Todas? Las que te duelan, hijo. ¡Ave María! ¡Con qué indiferencia lo dices! ¿A ti no te importaría nada, por supuesto? Yo siento siempre los males del prójimo. ¡El prójimo! ¡Qué horror!

Porque así somos, hijo mío, y por nuestra culpa..., porque nuestras son las leyes que nos amarran a los escrúpulos de los demás. Cierto que las hacemos y las promulgamos con el piadoso fin de molestar al prójimo; pero hechas quedan y a las barbas nos saltan en cuanto los delincuentes somos nosotros. Y nada más justo.