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Actualizado: 24 de junio de 2025


No significa esto que dejase de considerar y atender como debía a D.ª Marciala; pero se observaba en él de algún tiempo a aquella parte más inclinación hacia D.ª Filomena, aunque nunca por supuesto tan señalada como la que había sentido por Obdulia. En la tertulia de D.ª Eloisa se agitaban mil dulces sentimientos, a los cuales, como la sombra a la luz, acompañan siempre otros amargos.

Lo mismo hicieron Rita, Obdulia, que desde hacía poco tiempo era tertulia asidua de la casa, Marcelina y también Serafina Barrado, a pesar de la mirada oblicua que le dirigió su capellán D. Joaquín. Marciala y Filomena se hicieron las distraídas hablando con D. Peregrín Casanova, y saludaron al fin desde su asiento con sonrisa halagüeña.

D.ª Marciala, la esposa del boticario de la plaza, había ido a Sarrió a llevarle calcetas estando el presbítero pasando una temporada con su familia. D.ª Filomena, viuda de un teniente de navío, hacía a su hijo único ir a ayudarle a misa todos los días. Sin embargo, habíase notado cierta preferencia en él por Obdulia, la hija de Osuna, administrador de Montesinos.

Y usted, D. Narciso, tampoco ha venido ni ayer ni anteayer. ¿Qué ha sido de usted? ¿Reza también por las noches? dijo D.ª Marciala, que hacía calceta cerca de la mesa de tresillo; de vez en cuando alzaba las manos hacia el quinqué de los jugadores, para tomar un punto que se le había escapado. No, señora; yo no soy gran rezador. No tengo la virtud de la oración.

D.ª Marciala, viendo al padre Narciso cada vez más inclinado a admitir y agradecer la fervorosa admiración de D.ª Filomena, mostraba su sentimiento y despecho, acercándose a D. Melchor y hablándole con afectado cariño. D.ª Filomena, después de algunos años de adoración resignada, silenciosa, había llegado, cuando ya no lo esperaba, a la meta de sus aspiraciones.

Aquí una cortina que tape la suciedad de la pared, allí una araña, más allá un jarrón con flores, todo discutido larga y calurosamente antes de ser colocado en su sitio. Las que más se distinguían en la obra de ornamentación eran D.ª Marciala y Marcelina, la primera por su actividad frenética, la segunda por su gusto y habilidad.

D.ª Marciala, más franca o más colérica, apenas quitaba los ojos de D. Narciso y D.ª Filomena, unos ojos escrutadores, inquietos, por donde pasaban de vez en cuando relámpagos de ira. En los centros de murmuración de la villa decíase que D.ª Marciala estaba enamorada del P. Narciso. Aunque esto no sea creíble, por tratarse de una señora que toda la vida se había manifestado muy circunspecta y religiosa, no hay duda que sus familiaridades con el clérigo podían dar lugar a torcidas interpretaciones entre la gente propensa a pensar mal del prójimo. Había casado ya tarde, cuando contaba más de treinta años, con D. José María, el boticario de la plaza.

Porque las que menos afectuosas y tolerantes se habían mostrado con el niño, eran más extremosas ahora con el hombre. Esto sacó de sus casillas a D.ª Eloisa, D.ª Teodora y D.ª Marciala, que le trataron siempre con dulzura y hasta con mimo. Comenzaron los preparativos para la primera misa. Fue un certamen de primores entre ellas.

El cerebro de la joven no cesaba de dar vueltas y más vueltas a estas ideas y a otras análogas, mientras su cuerpo permanecía inmóvil, abatido, clavando los ojos obstinadamente en las manos de D.ª Marciala, que no dejaba un momento su calceta. Sentíase enferma, deseaba irse; pero una vaga esperanza, que no podía definir, la retenía a su pesar.

El P. Melchor había tenido la imprevisión de decir en una casa que los roquetes que le hacía la citada joven eran escasos de manga, y que le costaba trabajo con ellos doblar el brazo. En cambio, había elogiado calurosamente un alzacuello que le había regalado D.ª Marciala. El caso era grave, como cualquiera comprenderá, y debía producir este triste resultado.

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