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Actualizado: 3 de julio de 2025


De quien me acuerdo es de Arriaza, y no porque me fuera muy simpático, pues la índole adamada y aduladora de sus versos serios y la mordacidad de sus sátiras me hacían poca gracia, sino porque siempre le vi en todas partes, en tertulias, cafés, librerías y reuniones de diversas clases. Este llegó más tarde a la tertulia.

A esto se llamaba mordacidad, con bien poco fundamento, a mi juicio. Lo que no tiene duda es que por entonces gozó de mucha celebridad en el «gran mundo» madrileño; o, hablando más adecuadamente, estuvo de moda en él.

Núñez, como ya se ha dicho, le llevaba ocho o diez años de edad, gozaba de un nombre ilustre como pintor, frecuentaba la alta sociedad y era temido y agasajado por su mordacidad. Estas circunstancias hacían que Tristán se sintiese halagado por aquella amistad que, aunque nacida hacía dos años nada más, había adquirido gran intimidad, hasta llegar a tutearse.

Leticia aguantó el golpe con la serenidad de una estatua de piedra, con gran asombro del banquero, que se gozaba en el castigo que hallaba su injustificada mordacidad con él, en la imprudente alusión de su propio marido.

Pero lo que sobre todo hacía agradable aquella casa, era la misma Sra. de Figueredo, que unía a su elegancia, discreción y hermosura, el carácter más franco y regocijado. Del sitio en que ella se presentaba, salía huyendo la tristeza. En torno suyo y en su presencia, no había más que conversaciones apacibles o jocosas, risas y burlas inocentes, sin mordacidad ni grave perjuicio del prójimo.

Palabra del Dia

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