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El hervor que se movió en el recinto torácico del señor Colignon ya no fué glogló de pavo singular, sino greguería de piara navideña. Abrazaba una y otra vez a Belarmino, diciéndole, en los ojos lágrimas provocadas por la risa: ¡Que eres grande, monsieur le cordonnier, que eres grande! Las regocijadas zalemas del señor Colignon no enojaban a Belarmino; antes le producían emoción y halago.

Y como siempre que soñaba, veía a su madre, perdida, como sus hermanos, en la gran ciudad, la odiosa escena de la Boca se reprodujo con fidelidad pasmosa: el buque atracado al muelle; el muelle atestado de curiosos; sobre la cubierta el montón de indios sucios, desgreñados, hediondos, como piara de cerdos que se lleva al mercado, cohibidos y temblando, por lo que ven y lo que temen; las mujeres, cerca del marido; las madres, apretando a los hijos junto a los senos escuálidos y tratando de ocultar a los más grandes bajo sus andrajos... Y un militarote, que arrastra su sable con arrogancia, procede al reparto entre conocidos y recomendados, separando violentamente a la mujer del marido, al hermano de la hermana, y lo que es más monstruoso, más inhumano, más salvaje, al hijo de la madre.

Llegó de tropel la estendida y gruñidora piara, y, sin tener respeto a la autoridad de don Quijote, ni a la de Sancho, pasaron por cima de los dos, deshaciendo las trincheas de Sancho, y derribando no sólo a don Quijote, sino llevando por añadidura a Rocinante.

En la Campada se recibió la misma historia, con nuevas ilustraciones, a las dos; y todos los Carreños cayeron sobre ella como una piara de cerdos sobre un costal de patatas: a dentellada limpia entre gruñidos de placer. Los Vélez, que lo supieron a las dos y media, lo tomaron en tono muy diferente.

La indignación en que rebosaba su alma le hizo ver en ellos, por arte mágico, no una asamblea de seres humanos, sino una piara de animales inmundos. Acometióle un asco invencible y un sentimiento vivo y enérgico de la superioridad de su persona. Ninguna de aquellas almas pequeñas podía gozar el privilegio de ofenderle. De buena gana les hubiera escupido á todos en la cara.

Lo mejor y lo peor de Vetusta estaba allí amontonado; las chalequeras, los armeros, la flor y nata del paseo del Boulevard, aquel gran mundo del andrajo, con sus hedores de miseria, se codeaba insolente y vocinglero con la Vetusta elegante del Espolón y de los bailes del Casino: y para colmo del escándalo, según don Pompeyo, so capa de celebrar una fiesta religiosa la juventud dorada del clero vetustense, todos aquellos «licenciados de seminario» como él los llamaba con pésima intención, «¡paseaban también por allí, apretados, prensados, con sus manteos y todo, en aquel embutido de carne lasciva, a obscuras, casi sin aire que respirar, sin más recreo que el poco honesto de sentir el roce de la especie, el instinto del rebaño, mejor, de la piara!». Y separando los ojos «de aquella podredumbre en fermento, de aquella gusanera inconsciente», volviolos Guimarán a lo alto, y miró a la torre que con un punto de luz roja señalaba al cielo.... «¡Aquí no hay nada cristiano, pensó, más que ese montón de piedras!».

Llegóse en esto el día, dio el sol con sus rayos en los ojos a Sancho, despertó y esperezóse, sacudiéndose y estirándose los perezosos miembros; miró el destrozo que habían hecho los puercos en su repostería, y maldijo la piara y aun más adelante.

Los contrapuestos vientos se comiden A complacer la bella rogadora, Y con un solo aliento la mar miden: Llevando á la piara gruñidora, En calabazas y odres convertida A los reynos contrarios del aurora. Desta dulce semilla referida España, verdad cierta, tanto abunda, Que es por ella estimada y conocida.

En todas direcciones huían los despavoridos borrachos, chillando como si los cargase un regimiento de caballería a galope: algunos tropezaban y caían de bruces, y la tralla del Tuerto se les enroscaba alrededor de los lomos, arrancándoles alaridos de dolor. Fustigaba el hidalgo de Limioso con menos crueldad, pero con soberano desprecio, como se fustigaría a una piara de marranos.

Frente a frente de ella, un poco más hacia la Puerta del Sol, asomaban por los balcones del Veloz-Club, bajo sus toldillos de verano, aristocráticos racimos de cabezas de gomosos desocupados, que miraban el democrático desfile con esa especie de medrosa curiosidad burlona, a la vez que tímida, con que se contemplan desde lo alto de un tendido los terribles retozos de una piara de ridículas bestias feroces; parecíales imposible en aquel momento que la bestia pudiera alguna vez alzar su zarpa hasta ellos.