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Actualizado: 6 de junio de 2025
Toda aquella noche no durmió don Quijote, pensando en su señora Dulcinea, por acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y despoblados, entretenidos con las memorias de sus señoras.
Todos quedaron perplejos, y nadie se atrevía a proponer la resolución que debía adoptarse, hasta que un viejo, pariente de Marcilla, de mucha autoridad y cuyas razones pasaban por oráculo, sacó al concurso de la duda. «Supuesto, dijo, que es verdad cierta que Isabel y Diego, desde niños se tuvieron entrañable amor, y que en su ausencia larga han pasado los dos una pena y un tormento, y que juntos ambos han padecido un género de muerte; y supuesto también que se ligaron los dos con palabra y juramento de esposos, primero que Azagra, será razón que se entierren los dos juntos en un sepulcro.»
Pero sus asuntos no eran de los que podían dejarse para el día siguiente. Era preciso aquella misma noche, en seguida, terminar la cuestión que le hizo salir como un loco del hotel de don Pablo, separándose de éste para siempre. Volvió a vagar por las calles en busca de su hombre, sin fijarse ya en las ristras de prisioneros que pasaban junto a él.
El escribano, con la misma cara de risa, le dijo: Eh, tonto, no grites: ya te las volveremos. Cuando terminaron y se prepararon a marchar, los alaridos del chico fueron terribles. Los curiosos allí congregados trataban de consolarle en vano. Según pasaban por delante de sus ojos las vacas, llamábalas a gritos por sus nombres.
Ninguno de aquellos cambios de conducta se ocultó seguramente a la perspicacia de Oliverio; pero fingió hallarlos muy naturales y nada me dijo, de nada se mostró extrañado y ninguna explicación me dio de las cosas que pasaban en su familia. Una sola vez, por todas, con una habilidad que me dispensaba casi de una declaración, me dio a entender que estábamos de acuerdo respecto al señor De Nièvres.
Y así iba tirando el pobre y adquiriendo una finquita hoy, y mañana unas acciones del Banco de España «por una casualidad», y al otro día una hipoteca «de lance». Nada, que había que quererle y admirarle, en cuanto se le oía hablar de estas cosas que le pasaban a él. Y basta del sirviente; no vayamos a pecar de descortesía con su aristocrático señor, que nos espera en su despacho.
Ibanse todas las tardes á una huerta perteneciente al padre de Ana, y allí, entretenidas con sus labores, se pasaban conversando largas horas. En esta comunicación de las dos jóvenes, Clara se desarrollaba moralmente con una rapidez desconocida.
Esta costumbre inmemorial traducida en precepto, consistía en pasar muy cerca por la popa de la capitana, saludar á la voz y con trompetas, dar cuenta de ocurrencias y recibir la orden . De ella hablaba el cronista del emperador Carlos V al narrar el primer viaje que desde Flandes á España hizo en 1517 con armada de 52 bajeles, diciendo era espectáculo en verdad majestuoso contemplar aquellas naos soberbias como otros tantos castillos, obedientes á la voz del soberano; á la hora de la amanecida sobre todo, cuando una á una pasaban por la popa de la Real á dar el buen viaje con ciertas voces al son del pito del contramaestre, y cañonazos.
Las vetustenses le parecían más guapas, más elegantes, más seductoras que otros días: y en los hombres veía aire distinguido, ademanes resueltos, corte romántico; con la imaginación iba juntando por parejas a hombres y mujeres según pasaban, y ya se le antojaba que vivía en una ciudad donde criadas, costureras y señoritas, amaban y eran amadas por molineros, obreros, estudiantes y militares de la reserva.
El viejo duque y el unigénito, adolescente de veintiún años, pasaban los inviernos en Madrid, ciudad que ella aborrecía, sobre todo por el sol. Le gustaban los cielos grises y la luz cernida.
Palabra del Dia
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