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Actualizado: 6 de junio de 2025
»A todo esto, los días pasaban, la fiebre era imperceptible, y, sin embargo, la enferma, lejos de mejorar, se iba aniquilando poco a poco. El médico se impacientaba ya, porque no sabía a qué atenerse, y me miraba a mí y yo le miraba a él. Los dos teníamos las mismas dudas, ¡ay!, y los mismos temores. »La casa comenzaba a tomar ese aspecto fúnebre y sombrío de las grandes tristezas del hogar.
Los breves ratos en que conseguía hablar con su adorada, en vez de dedicarlos a las dulces expansiones del amor, se pasaban ordinariamente en reyertas y reconvenciones o cuando menos en largos discursos suasorios de la una y la otra parte; Ricardo convenciendo a María de que sus prácticas piadosas eran una exageración incompatible con la naturaleza humana; María tratando de persuadir a Ricardo a que abandonase las frivolidades del mundo y emprendiese el camino de la virtud, que es el de la salvación.
Ya no llovía; pero estaba el mezquino retal de cielo que se veía desde allí levantando mucho la cabeza, cargado de nubarrones que pasaban a todo correr por encima del peñón frontero y desaparecían sobre el tejado de la casa.
El día era bueno para la pesca. Iban a coger mucho.» Y cuando Febrer parecía inquieto contemplando el mar amenazador, le explicaba el viejo que al abrigo de la parte opuesta del Vedrá encontrarían aguas tranquilas. Otras veces, en mañanas esplendorosas, aguardaba Febrer inútilmente la llamada del viejo. Pasaban las horas.
Dentro de Madrid vio las calles desiertas, sin carruajes, sin tranvías, todo igualado, arroyos y aceras, por aquella capa blanca, como si hubiese llovido sal. En los lados de las calles abríanse negros senderos de barro, por los que pasaban los escasos transeúntes entre un doble muro de nieve. Los árboles parecían de algodón; blancas vedijas pendían de los balcones y los aleros.
Mostrábase, sí, muy satisfecho cuando lograba ver a las dos muchachas, tan lindas y frescas como dos pimpollos; ellas pasaban a su lado, plegando las faldas vaporosas de miedo de mancharlas y haciendo un gestito de desagrado con la boca encantadora. En cuanto a su hermano, nunca le vió y si llegaba a columbrarle en la calle, escabullíase avergonzado.
Entre sus amigos, solía llevar la conversación desde los temas trillados a los motivos de amor y aventuras; y todo se volvía almíbar, hablando de pies pequeños, de tal pantorrilla hermosa, vista al subir de un coche, de una mirada, de un gesto. Las aventuras no pasaban generalmente de aquí y eran pura charla, porque su timidez le ponía grillos para pasar a cosas mayores.
En el curso de sus ofrendas llegaban hasta el extremo de babor, en las cercanías del fumadero, allí donde empezaban a borrarse las severas diferencias sociales, y las gentes que se tenían por distinguidas confraternizaban con las de la banda opuesta. Las vírgenes portadoras de arquillas se encontraban con sus hermanos, primos y futuros novios, que pasaban el día en el café o sus inmediaciones.
Señores que pasaban por millonarios se dejaban adorar meses y meses sin soltar más que insignificantes obsequios, hasta que al fin la pobre mujer creía llegado el momento de realizar sus esperanzas formulando una petición. «Mi gringa linda: no te puedo dar plata porque los negocios andan mal. Además, la plata la gastarías inmediatamente.
Los barrios extremos confluían al centro de la ciudad, como en los días ya remotos de las revoluciones. Se juntaban los grupos, formando una aglomeración sin término, de la que surgían gritos y cánticos. Las manifestaciones pasaban por el centro, bajo los faros eléctricos que acababan de inflamarse.
Palabra del Dia
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