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Actualizado: 23 de junio de 2025
Amén de las porcelanas, había piezas de argentería antigua y pesada, de esas que se legan de padres a hijos en los honrados hogares de provincia: monumentales salvillas, anchas bandejas, soperones rematados en macizas alcachofas; había cofres de madera embutidos de nácar y marfil, arquillas de hierro labradas como una filigrana, tanques de loza con aro de metal, de formas patriarcales, que recordaban los bebedores de cerveza que inmortalizó el arte flamenco.
En el curso de sus ofrendas llegaban hasta el extremo de babor, en las cercanías del fumadero, allí donde empezaban a borrarse las severas diferencias sociales, y las gentes que se tenían por distinguidas confraternizaban con las de la banda opuesta. Las vírgenes portadoras de arquillas se encontraban con sus hermanos, primos y futuros novios, que pasaban el día en el café o sus inmediaciones.
En enormes vitrinas, como en un museo, se exhibía la vieja opulencia de la catedral: imágenes de plata maciza; globos enormes coronados por graciosas figurillas, todo de precioso metal; arquillas de marfil de complicada labor; custodias y viriles de oro; enormes platos dorados y repujados, con escenas mitológicas que resucitaban la alegría del paganismo en aquel rincón sórdido y polvoriento del templo cristiano.
La salvaje soledad de las alturas contrastaba con la riqueza de la capilla del Ochavo, llena de reliquias en vasos de oro y arquillas de esmalte y marfil; con la magnificencia del Tesoro, que amontona las perlas y las esmeraldas con tanta profusión como si fuesen guijarros; con la elegante abundancia del guardarropa, lleno de telas sobre las cuales reproducía el bordado todos los matices de la pintura.
Palabra del Dia
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