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Doña Camila y Ana se trasladaron a Madrid y allí vivían parte del año los tres juntos, pero el verano y el otoño los pasaban en la quinta de Loreto.

Pasaban cobradores del Banco con el taleguillo al hombro; carricoches con botellas de cerveza y gaseosa; carros fúnebres, en el cual era conducido al cementerio alguno a quien nada importaban ya los duros. En las tiendas entraban compradores que salían con paquetes. Mendigos haraposos importunaban a los señores.

Veía el mundo entero inclinándose ante aquella diosa. No sólo la saludaban los potentados; los poderosos del arte estaban allí, pasaban de hoja en hoja, dedicando una palabra de afecto, un verso, una frase musical a la hermosa cantante.

Evitaba presentarse en la plaza Nueva, donde se reunían en grupos los huelguistas de la ciudad, inmóviles, silenciosos, siguiendo con miradas de odio a los señores que intencionadamente pasaban por allí con la cabeza alta y una expresión de reto en los ojos. Montenegro dejó de pensar en la huelga, atraído por otros asuntos de mayor interés.

Sobre el cielo obscuro moteado de clavitos de luz marcábanse los mástiles y la chimenea como dibujados con tinta china. Pasaban las estrellas de un lado a otro de los palos, cual un chisporroteo de insectos juguetones saltando entre el cordaje. Algunas, empañadas por el temblor del humo de la chimenea, redoblaban sus titilaciones.

Y, diciendo y haciendo, se metió por esos aires como por una viña vendimiada, meando la pajuela a todo pajarote y ciudadano de la región etérea, a fuer de los de la jerigonza crítica , y don Cleofás se entró a tomar posada, que, aunque estaba llena de muchos pasajeros que habían venido con los galeones y pasaban a la Corte, con todo, al güésped nuevo hicieron cortesía, porque la persona de don Cleofás traía consigo cartas de recomendación , como dicen los cortesanos antiguos.

Todo aun eran imágenes que rápidamente pasaban y volvían a pasar en su cavilación: así la silueta de Adriana huyendo con el pañuelo sobre los ojos, inútilmente llamada por los alarmados gritos de Zoraida, o la cara consternada de Carmen cuando les refirió lo sucedido con la lectura del diario.

Un zumbido de avispero sonaba en el paseo, tan silencioso y desierto por las mañanas, y algunas familias ingenuas conversaban a gritos, provocando la sonrisa compasiva de los que pasaban con la mano en la flamante chistera, saludando con rígidos sombrerazos a cuantas cabezas asomaban por las ventanillas de los carruajes.

Poníase echado boca arriba en su puesto, y con la potra defuera, tan grande como una bola de puente, y decía: «¡Miren la pobreza y el regalo que hace el Señor al cristianoSi pasaba mujer decía: «¡Ah, señora hermosa, sea Dios en su ánima!» Y las más, porque las llamase así, le daban limosna y pasaban por allí aunque no fuese camino para sus visitas.

Contentas ambas, aunque la de Thiers tenía los espíritus algo abatidos por no poder ir a baños, pasaban ratos deliciosos hablando de modas.