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Sus piernas flaqueaban; sus brazos desmayados caían con abandono voluptuoso. Del pecho le brotaba una risa juguetona, que iba afluyendo de su boca, cual arroyo sin fin, y Pacorrito reía y se agarraba con ambas manos á la pared para no caer.

Alargando el hocico hacia la derecha, veía asomar por la portezuela uno de los brazos de la dama sacrificada al vil metal. Aquel brazo rígido y aquel puño de rosa hablaban enérgico lenguaje á la imaginación de Migajas, que en medio del estrépito de las ruedas oía estas palabras: ¡Sálvame, Pacorrito mío, sálvame!

La hermosa dama no contestó, y tirando de la mano á Pacorrito, le llevó por misteriosa región de sombras. El granuja vió al cabo una gran sala iluminada y llena de preciosidades, cuya forma no pudo precisar bien en el primer momento. Al poco rato, comenzó á percibir con claridad mil figurillas diversas, como las que poblaban la tienda donde había conocido á su adorada.

Pacorrito lo conoció en la luz singular de sus quietos ojos azules, que despedían llamaradas de amor y gratitud. Señora, ¿quién os trajo á tan triste estado? exclamó en tono patético, angustioso. Pero pronto al dolor agudísimo sucedió la ira, y Pacorrito pensó tomar venganza de aquel descomunal agravio.

La pasión frenética de Pacorrito empezó cuando el alemán puso en su vitrina una encantadora colección de damas vestidas con los ricos trajes que imagina la fantasía parisiense. Casi todas tenían más de media vara de estatura. Sus rostros eran de fina y purificada cera, y ningún carmín de frescas rosas se igualaba al rubor de sus castas mejillas.

Entonces, ¡oh prodigio! la señora se fué reanimando, y levantándose al fin, mostró á Pacorrito su risueño semblante, su noble frente sin ninguna herida, su cuerpo esbelto sin la más leve rotura, su vestido completo y limpio, su cabellera rizosa y perfumada, su sombrero coquetón, que adornaban diminutas flores; en suma, se mostró perfecta y acabadamente hermosa, tal como la conoció el muchacho en la vitrina.

Ya te irás acostumbrando. ¡Oh deliciosos instantes! Si durárais mucho, no podríamos vivir. ¡A esto llama delicioso tu Alteza! exclamó Migajas. ¡Dios mío, qué frialdad, qué dureza, qué vacío, qué rigidez! Tienes aún los resabios humanos, y el vicio de los estragados sentidos del hombre. Pacorrito, modera tus arrebatos ó trastornarás con tu mal ejemplo á todo el muñequismo viviente.

Vendía fósforos, periódicos y algún billete de Lotería, tres ramos mercantiles que, explotados con inteligencia, podían asegurarle honradas ganancias; así es que á Pacorrito nunca le faltaban cuatro cuartos en el bolsillo para sacar de un apuro á un compañero, ó para obsequiar á las amigas. No le inquietaban gran cosa ni las molestias del domicilio ni las exigencias del casero.

Su gesto soberano y su gallardo continente, sin altanería, revelaban dominio sobre las demás. Al instante presentó á Pacorrito. Este se quedó todo turbado y más rojo que una amapola cuando la Princesa, tomándole de la mano, dijo: Presento á ustedes al Sr. D. Pacorro de las Migajas, que viene á honrarnos esta noche.

¡Gran mujer! dijo Pacorrito la primera vez que la vió; y más de una hora estuvo plantado ante el escaparate, contemplando tan seductora belleza. Nuestro personaje se hallaba en ese estado particular de exaltación y desvarío en que aparecen los héroes de las novelas amatorias.