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Actualizado: 7 de mayo de 2025
»La veo ponerse más blanca que el yeso que cubre la pared y su voz murmura en mi oído: »¡Nada me preguntes, en nombre del Cielo, nada me preguntes! »Y una angustia nace en mí; quizás la perderé mañana como la he conquistado hoy. »Olga le digo, si eres tan inconstante en tus resoluciones, quién me responderá de que... »Me interrumpo, pues la expresión de su rostro me impone silencio.
Y, en fin, ¿acaso no tiene razón? ¿Acaso, sin mí, Olga no estaría todavía viva? Si lo que pasó la noche anterior no hubiera... Se detuvo estremeciéndose y se ocultó el rostro entre las manos. Un sollozo sin lágrimas sacudió todo su robusto cuerpo.
Una barba rizada y desaliñada envolvía las mejillas bronceadas con sus vellos rudos y enredados, y adquiría en las extremidades de la boca un matiz más claro y caía sobre el pecho en dos puntas de un rubio apagado. Era Roberto Hellinger, el propietario de la granja de Gromowo, el prometido de Olga. De la felicidad que le había llegado la víspera, su frente no dejaba adivinar gran cosa.
La resolución que Olga tomó entonces fue una última tentativa, desgraciada desde luego, para conciliar el afecto que debía a Marta con el amor que tú despertabas en ella, para establecer la paz entre la sed de felicidad, ardiente, irresistible, que la devoraba, y la necesidad de permanecer fiel a su hermana.
La gente se apiñaba en torno suyo, le sitiaba su casa, pero él se obstinaba en guardar silencio. Con una aspereza, de que él sólo era capaz, mostraba la puerta a los preguntones importunos. El mismo día había echado al fuego la carta de Olga, pues temía que la justicia viniera a pedírsela. Por otra parte, la causa de la muerte era tan evidente, que se había podido renunciar a hacer la autopsia.
No he sido franca contigo, Roberto; he burlado tu confianza. Y con la respiración jadeante, arrancando penosamente las palabras de mi garganta, le conté lo que había hecho con sus cartas. Estaba lejos de haber concluido, cuando de pronto me tomó en sus brazos y me atrajo hacia él. Olga, ¿es verdad? exclamó fuera de sí en su gozo. ¿Puedes jurarme que es la verdad?
El viejo Hellinger palideció y su mujer se puso a gritar y sollozar: se aferraba al brazo del doctor y quería saber lo que había sucedido, pero éste no decía una palabra más. Así subieron los tres la escalera que conducía al cuarto de Olga, mientras que en el vestíbulo los sirvientes se reunían y los contemplaban curiosamente con los ojos muy abiertos.
Eso mismo es lo que comienza a parecerme peligroso ¿ves? ¿Crees, entonces, que ella no tiene sus motivos para ir a pavonearse todos los días en la granja y darse tonos de ama delante de él y de los sirvientes? ¡Oh! ¡Es muy lista, mi sobrina Olga! ¡Ya habrá hecho todo lo que depende de ella para acostumbrarlo a la idea de que a ella sólo a ella le toca de derecho el lugar de la muerta!
¿Qué te pasa, querida? Ya no te reconozco... Ven, ven, voy a acostarte repitió. Es inútil, puedo ir sola dije. Entonces ella vio que era necesario acordar a la niña una palabra de explicación. Mira, Olga dijo atrayéndome hacia sí, tienes razón. Tengo muchas penas, y si tuvieras más edad y pudieras comprenderlas, seguramente serías la primera a quien se las confiaría.
Se acercó a la cama, escuchó un instante la respiración apacible de Marta y en seguida me dijo en voz baja: Ven, Olga. Estás cansada; tomarás algo y después irás a descansar. Quise protestar, pues temía mucho encontrarme sola con él, pero, para no despertar a mi hermana que dormía, lo seguí sin decir una palabra.
Palabra del Dia
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