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Actualizado: 12 de mayo de 2025
En tales circunstancias dos días después del nacimiento del niño, Olga había llegado de improviso a Gromowo. Roberto no la había visto desde el día de su casamiento; y casi se asustó de su aspecto al verla dirigirse hacia él tan altiva, dura e impenetrable, tan maravillosamente se había desarrollado su hermosura.
Al venerable reloj de la Floresta Negra que estaba colgado cerca de la cama del doctor, y cuyo despertador estridente había interrumpido más de una vez de un modo desagradable sus sueños de la mañana, no se le había dado cuerda desde el día en que el joven médico adjunto había llegado a Gromowo, «para que yo sepa bien se complacía en decir el doctor que en lo sucesivo mi vida está en reposo.»
Una barba rizada y desaliñada envolvía las mejillas bronceadas con sus vellos rudos y enredados, y adquiría en las extremidades de la boca un matiz más claro y caía sobre el pecho en dos puntas de un rubio apagado. Era Roberto Hellinger, el propietario de la granja de Gromowo, el prometido de Olga. De la felicidad que le había llegado la víspera, su frente no dejaba adivinar gran cosa.
Entonces el anciano arrojó lejos de sí el luciente bisturí, y con las manos juntas, luchando con las lágrimas, se puso a rezar un Pater Noster. El mismo día, a eso de las doce, a través de los terrenos pantanosos que se extienden en varias millas al norte de Gromowo, un ligero carruaje de un caballo se dirigía hacia la pequeña ciudad.
Palabra del Dia
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