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Olvidas generosamente mi humilde origen, y la manera cómo tu padre me sacó de la miseria; ¡a me toca acordarme! Pero si María Teresa supiera... quien sabe si... Escucha, Jaime: Vas a jurarme que no harás nada porque lo sepa. Sería odioso y cruel. Ahora le soy indiferente ¿no me detestará si sabe que me atrevo a amarla? Amigo mío, te lo suplico, déjala en la ignorancia.

No he sido franca contigo, Roberto; he burlado tu confianza. Y con la respiración jadeante, arrancando penosamente las palabras de mi garganta, le conté lo que había hecho con sus cartas. Estaba lejos de haber concluido, cuando de pronto me tomó en sus brazos y me atrajo hacia él. Olga, ¿es verdad? exclamó fuera de en su gozo. ¿Puedes jurarme que es la verdad?

Sonrióme la amada, la esquiva, la imposesa, la que vió nuestro idilio bajo el frescor amable de un emparrado lírico; la que encantó mi celda cuando escribí el elogio de tus labios divinos en unos versos tristes que sabían a lágrimas; la que besó tu frente en el blanco camino de la silente aldea, cuando ibas a jurarme la eternidad sublime de tu santo cariño.

No vale el jurarme que no había nadie. Pues qué, ¿no tengo yo oídos?... ¿Estoy yo tonto?». Decía esto sentado al borde del lecho, la vela en la mano, mirando a su mujer, que continuaba fingiéndose dormida, con la esperanza de que se aplacara. Pero esto no era fácil, y una vez desatada la insana manía, ya había jaqueca para un rato.