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Actualizado: 7 de junio de 2025
Delante de la puerta del cuarto de Olga, se detuvo estupefacto: veía la raya de luz que penetraba en el corredor por la rotura de la madera. Tocó la puerta sin obtener respuesta: no obstante, entró. Un segundo después, la casa se conmovía hasta sus cimientos, como si el techo se desplomara.
Olga estaba hecha de un barro menos grosero, su sistema nervioso no necesitaba choques tan violentos, y lo que en otros no produciría más que una simple picazón, a ella le hacía el efecto de un latigazo.
Pero hice un esfuerzo para sostener su mirada y lo miré con firmeza, de frente. Es la primera palabra bondadosa que me diriges, Olga dijo él. ¿Qué quieres decir con eso, Roberto? balbucí. ¿Me he mostrado desatenta para contigo? ¡Si sólo fuera desatenta! replicó él. Pero me has tratado como a un extraño, como a un intruso, me has alejado del lecho de mi mujer.
Y entonces, ella, Olga, en medio de la noche, había ido a buscarme y me había abierto los ojos, a mí, pobre insensato y ciego, diciéndome palabras, palabras llenas de desprecio por el dinero y que habían sonado en mis oídos como el canto de triunfo del amor.
No por eso dejaba de abrumarse con reproches por no haber podido cumplir el último deseo de la muerta, y se juraba a sí mismo guardar más fielmente que nunca el secreto sobre los motivos de esa resolución desesperada. ¡Si siquiera hubiera podido saberlo él mismo! Pero los días pasaban y todavía no había podido entrar en posesión del legado que le había hecho Olga.
Entonces la señora Hellinger se puso a gritar: Olga, querida hija mía, abre; somos nosotros, tu tío, tu tía, y tu viejo tío el doctor. Puedes abrir sin temor, querida mía. El doctor dio vuelta al botón; la puerta estaba cerrada. Quiso mirar por el agujero de la cerradura; estaba tapado. ¡Manda buscar al cerrajero, Adalberto! dijo.
»¡Si nos amamos, Olga le grito, y si nuestra querida muerta aprueba este amor, yo quisiera ver si alguien podría censurarlo! Alégrate, pues, querida niña, recupera tu valor. »Pero ella no tenía alegría ni valor.
Olga D. José Salamanca la verdad; esa verdad que se le ha escondido en las biografías que se le han dedicado; oiga la verdad de unos apuntes, que no van dedicados á Salamanca, sino á la opinion de mi país, á la probidad de mi conciencia, y si pudiera ser, al espíritu de la historia.
»Entonces, tío, me siento atraído, voy a precipitarme hacia ella; pero me contengo a tiempo al pensar en quién es ella y quién soy yo. »Veo que sus manos tiemblan. »No tienes por qué enojarte, Olga le digo balbuciendo, no he querido causarte un desagrado. Si estoy aquí es por casualidad; en lo sucesivo tomaré mis medidas para que no vuelvas a encontrarme.
¿Acaso no nos lo prohibió él? replicó la ama de llaves, exactamente en el mismo tono, sin que esto pareciera indicar ninguna arrogancia de su parte: era más bien el eco del carácter del anciano. ¡Eh! ¡eh! murmuró el anciano riéndose por lo bajo. Me parece que allí hay algo de Olga.
Palabra del Dia
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