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Actualizado: 7 de junio de 2025


Todavía estaba en la mesa, en el mismo lugar en que Olga la apagó para sumirse en la noche eterna. El recipiente de vidrio estaba todavía lleno de petróleo; su dueño se había dado prisa para entregarse al descanso. Con precaución, levantó el tubo para encender la mecha; la llama, atenuada por la pantalla, iluminó con un resplandor apacible y suave el espacio silencioso.

En el momento de separarnos para retirarnos cada uno a nuestro cuarto, Roberto me tomó las dos manos y me llevó a un rincón. Te agradezco, Olga dijo, y sus labios temblaban, te agradezco tu exactitud y tu cariño. Ahora se acabó nuestra correspondencia... ¡Por amor de Dios, Roberto! balbucí. ¿Qué ha pasado?

Si no querías hablar, ¿para qué viniste entonces? Dios sabe cómo ese pensamiento de doble filo vino a mi espíritu de joven aturdida. Sentí confusamente que al pronunciar esas palabras cometía un acto de crueldad, pero... ya era tarde. Vi palidecer su rostro, sentí que su respiración ardiente se exhalaba en un suspiro. Soy un hombre de honor, Olga murmuró entre dientes; ¿para qué atormentarme?

¡Yo! dije asombrada, no sabiendo todavía adónde quería ir a parar. ¿Y le has... le has revelado mi estado, me has... ofrecido... Olga? ¿Qué idea es esa? dije. El mismo fue quien me confesó todo, cuando estaba aquí... ¡Oh! Me conocía mejor que agregué, no queriendo dejar escapar de mi juego ese ligero triunfo, no se avergonzó de tomarme de confidente.

Mi madre nada sospecha todavía: he aquí sus proyectos trastornados una vez más, por lo cual Olga tendrá mucho que sufrir. Hasta temo que concluya por despedirla de la casa. ¡Con tal de que yo la tenga bajo mi techo antes! »Son las tres de la mañana: basta por hoy. »Tu muy agradecido y muy feliz, Roberto Hellinger

Entonces vi resplandecer en sus ojos como un rayo de sol. ¡Te estoy tan agradecido, Olga! dijo. ¿Por qué no había de continuar teniendo confianza en ti? Mira, desde el día en que hicimos juntos en el bosque ese paseo a caballo, ¿te acuerdas? Y al mismo tiempo te respetaba, te veneraba como a mi ángel tutelar. Y de hecho, lo has sido, lo serás todavía en el porvenir, ¿no es verdad?

Sin duda, el doctor se acordó en ese momento de la súplica que terminaba la carta de despedida de Olga; comprendió que, de ese modo, su deseo de respetar la voluntad de la joven iba necesariamente a quedar sin efecto, e hizo un último y lastimoso esfuerzo para guardar el secreto. ¿Qué me pasa? balbució con una sonrisa dolorosa. ¡Pues nada! ¿Qué había de tener? ¡Mil millones!...

Me parecía oír el cántico de los cánticos. Apreté los dientes y guardé silencio. ¿Sabía yo misma de dónde me venían? Pero él se sentó junto a y me tomó las manos. Olga continuó, lo que acabas de decir no era precisamente muy práctico, pero era hermoso, era sincero, y me ha conmovido hasta el hondo del alma.

Un fulgor breve, brillante, vaciló de improviso a través del cuarto, bailando por las paredes, vagando en reflejos amarillentos sobre el escritorio, e hizo brotar de la obscuridad, como un espectro agazapado, la mesa de tocador cubierta de blanco. El doctor había encendido un fósforo y buscaba la pequeña lámpara de pantalla verde que iluminó las noches sin sueño de Olga.

Al fin, volviendo a encontrar su energía, se enderezó y dijo: «Pues bien, tío, vas a saberlo todo... Desde el día en que Olga rechazó mi pedido tan altiva y fríamente, no me había vuelto a encontrar con ella.

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