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Actualizado: 7 de junio de 2025
Delante de la puerta de la habitación de Olga, la señora Hellinger tuvo un ataque de desesperación. Toque usted, doctor dijo con un sollozo. Yo no puedo. El anciano tocó. Nadie contestó. Tocó una vez más y puso el oído en el agujero de la cerradura. Siempre el mismo silencio.
El anciano sostenía una violenta lucha consigo mismo. ¿Debía acaso revelar el secreto de la vida de Olga como había ya vendido el de su muerte? ¿Pero no se trataba de una buena acción en este caso? ¿No se trataba de libertar a aquel a quien ella había amado sobre todo de las torturas en que se agitaba, ya fueran producidas por una loca idea o por una secreta conciencia de su responsabilidad?
»Olga, ¿por qué lloras? le digo. Todo queda arreglado ahora. «Pero he ahí que yo también, gran tonto, me pongo a llorar como un niño. »Perdóname, Roberto dice su voz en mi oído. Mucho te he hecho sufrir, pero nunca más lo haré, nunca más. »¿Y ahora me amarás? pregunto, pues todavía no puedo creerlo.
¡Que Dios me libre de ello! grité deshaciéndome, pues sentía que iba a caer en sus brazos. Y él continúa: Olga, si alguna vez te he hecho daño... ¿cuál, no lo sé? Pero debe de ser así, de lo contrario no me rechazarías de esa manera; tu mirada, tu actitud entera, serían menos duras para mí... Si, pues, te he hecho daño, Olga, no ha sido culpa mía; nunca he tenido sino buenas intenciones para ti.
Sin embargo, he tenido que darle cuenta de tu vida, de tu salud, cada semana regularmente. Marta retrocedió tambaleándose, se llevó las manos a la cabeza, y, de improviso, una especie de calofrío la sacudió. Se adelantó hacia mí, me tomó las manos y con voz singularmente velada, dijo: ¡Mírame de frente, Olga! ¿Quién de los dos ha escrito la primera carta?
Mi agudeza adivinatoria volvió á romper el misterio con luminosas cuchilladas. Vi (sin verla en la realidad) la puerta de la casa de Olga abriéndose para dar salida al ingeniero.
¿Y las cosas no se arreglan? ¡No!... No preguntes por qué. Conténtate con esta respuesta: ¡no! De repente se inclinó hacia mí, se apoderó de mis manos y me dijo desde el fondo del corazón: Ves, Olga, cómo nuestro compañerismo ha tenido mejor resultado que el que podíamos esperar uno y otro hace media hora. ¿Querrías asistirme fielmente, y ayudarme en cuanto estuviera en tu poder?
De un salto salvó varios escalones y riéndose vino a mí: ¡Hola! ¡Buenos días, Marta! gritó. Luego, de improviso, se estremeció, me miró de los pies a la cabeza y se quedó como petrificado en medio de la escalera. ¡Yo no me llamo Marta, sino Olga! dije un poco humillada.
Esto es por lo menos lo que contaban los criados, quienes, en tres ocasiones, lo habían encontrado por la mañana en esa actitud. En torno del ataúd de Olga los cirios habían concluido de arder. Los invitados, que hacía largo rato se mantenían en religioso silencio alrededor del catafalco, comenzaban a agitarse y a preocuparse de la cena.
Dejó caer sus brazos, inertes; se sentía sofocado, como si la cólera, que trataba de contener, fuera a ahogarlo. Madre dijo, es necesario que me rindas cuentas; quiero una respuesta... ¿Por qué ha muerto Olga? La anciana se le acercó con expresión de tierna compasión, e hizo un movimiento como para arrojarse a su cuello llorando; pero, con un ademán rudo, él la apartó.
Palabra del Dia
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