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Uno de los amigotes que le acompañaban en sus francachelas nocturnas me reveló el secreto. Lo que sufre el general son unos celos que le tienen loco, lo mismo que un dolor de muelas. Ahora, Olga del Monte adora al ingeniero. Esta Olga del Monte era la Aspasia de la revolución mejicana.

Me parecía oír una voz de otro mundo y casi tengo vergüenza de haber sido débil y cobarde. Pero, aun cuando levantara la cabeza, aun cuando pensara como , ¿de qué me serviría puesto que ya ella no me ama? ¡Ella, no amarte! exclamé. ¡Si la abandonas, Roberto, se morirá! ¡Olga!

Al ver aquella cabeza con sus rubios rizos descansar, llena de abandono, sobre mi hombro, una pregunta se me presenta: ¿es ésta la misma Olga que, hace ocho días, se volvía tan pálida y tan altiva, mientras que, humilde y tímido, implorabas su consentimiento? »Y le digo entonces: »Olga, ¿cómo has podido torturarme así? ¿Acaso he cambiado en tan poco tiempo?

La señora Hellinger desconfiaba de él, le decía en su cara que siempre había maquinado intrigas con la muerta, y a sus espaldas agregaba que, si no hubiera prescripto soluciones de morfina de una violencia inconsiderada, la pobre Olga habría vivido en paz mucho tiempo todavía. Poco faltaba para que echara sobre el viejo amigo de la casa la responsabilidad de la muerte de su sobrina.

Los incidentes de la campaña electoral hicieron que Castillejo olvidase á Olga. Pero no podía olvidar igualmente al ingeniero.

Pero quizá la dosis que había tomado era demasiado débil, quizá el tiempo hacía más de un año que Marta había muerto de parto, y en esa época era cuando él había dado a Olga la poción calmante quizá el tiempo había atenuado la fuerza del veneno. , , así era; era preciso que así fuera. Mal conservada, la morfina puede descomponerse y volverse inofensiva.

Sólo hay una que no puedo descubrir; que se alza noche y día ante mis ojos como un espectro, como una sombra espantosa, y cuando quiero asirla se me escapa, y esa cosa es: «¿Por qué ha muerto OlgaEl anciano se estremeció. Recordaba la carta y la promesa que la muerta había exigido de él. Roberto continuó: Una voz me grita sin cesar en los oídos: «¡Tuya es la culpa!» ¿Cómo?

Un sentimiento de debilidad, un ardiente deseo de estrecharme contra él, se había apoderado de . Me sentía tan feliz de estar a su lado que me olvidaba de todo lo demás. Olga, mi querida, mi buena Olguita dijo, habla, ¿qué quieres de ? Alcé los ojos hacia él.

Así, pues, siempre mis buenas intenciones son objeto de insultos me dije, y salí golpeando violentamente la puerta detrás de . Toda esa noche, loca de , me la pasé despierta hasta el amanecer, representándome la manera cómo yo, Olga Bremer, habría procedido en el lugar de uno y otro.

La cabeza de la muerta se deslizó y golpeó el suelo... ¡Roberto, hijo mío! gritó el anciano precipitándose hacia él. Este, con los ojos muy abiertos, paseaba en su derredor una mirada vidriosa; parecía no haber vuelto en todavía. De repente descubrió uno de los brazos de Olga que, en el momento en que el cuerpo resbalaba hacia un lado, se había atravesado sobre su pecho.