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Actualizado: 25 de junio de 2025
Se me habían hecho diversos ofrecimientos; no tenía más que elegir. Cuando Roberto vino a buscarme y, con una arruga de inquietud en la frente, me hizo esta pregunta: «¿Qué vas a hacer ahora, Olguita?» le expuse con una sonrisa tranquila mis proyectos para el porvenir. Sobrecogido de admiración juntó las manos y exclamó: ¡Verdaderamente, te envidio! ¡Harás camino, tú!
Un sentimiento de debilidad, un ardiente deseo de estrecharme contra él, se había apoderado de mí. Me sentía tan feliz de estar a su lado que me olvidaba de todo lo demás. Olga, mi querida, mi buena Olguita dijo, habla, ¿qué quieres de mí? Alcé los ojos hacia él.
Cuando llegué al lado de Marta, que estaba sentada en un rincón, con los ojos fijos en las velas que comenzaban a apagarse, sentí que un doloroso estremecimiento me atravesó el pecho, como si le hubiera hecho un agravio que debiera reparar; pero ignoraba cuál podía ser ese agravio. Ella me dijo al besarme en la frente; ¡Que Dios te conserve tu valiente corazón, Olguita!
Entonces ocurrió un incidente que no sólo suavizó mi humor, sino que hasta modificó sensiblemente mi juicio sobre nuestro primo. Hacía cuatro días que Roberto estaba en casa, cuando vino a buscarme de improviso y me dijo: Olguita, quisiera pedirte algo; ¿no vendrías a hacer un paseo a caballo conmigo? ¡Qué honor! repliqué.
¿Y qué dices de nuestra Olguita? preguntó Marta, tomándome por la mano con ademán maternal. ¿Te gusta? Ahora un poco más dijo examinándome. Antes me pareció demasiado enseñorada. Sin embargo, no podía saltarte al cuello en seguida repliqué. ¿Y por qué no? repuso con una sonrisa. ¿Crees que no habría habido bastante lugar para ti? No dije, para que supiera de una vez cómo había que tratarme.
Palabra del Dia
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