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Mi querido Adalberto, te ruego que no me vuelvas a cantar tu antífona: «Marta era mi carne y mi sangreya lo sabemos. Pero, si quería mostrárseme como una sobrina afectuosa y agradecida, ¿por qué no le trajo la dote necesaria? ¡Porque nada tenía, naturalmente, nada! Mi hermano murió indigente como una rata de iglesia. ¿Es esto decente en un miembro de mi familia?

Son cerca de las nueve, y no se ha presentado todavía. Puede ser que en la casa de mi señor hermano, que tenía costumbres polacas, cultivaran el hábito de quedarse en la cama hasta las doce ¡pero en una casa bien manejada como la mía, no habría que pensar en eso, Adalberto! Yo sabré poner orden. No comprendo, mi querida Enriqueta, por qué me diriges los reproches que son para tu sobrina.

Dejemos eso, madre dijo. ¡Devuélvemela!... Pero, Roberto gimió ella, ¿es así cómo un hijo trata a su madre? ¡Adalberto, dile cuáles son las consideraciones que un hijo debe a su madre! Roberto se apoderó de las manos de su padre. No te mezcles en esto, padre dijo... La cuenta que hoy tengo que arreglar con mi madre, sólo a nosotros dos concierne.

Si, en su negra ingratitud, no quiere seguir los consejos de su madre, tan llena de ternura que se inquieta sólo por él, que pasa las noches cavilando y atormentándose... Y se frotó los ojos con su delantal, como si hubieran estado llenos de lágrimas. ¡Pero Enriqueta! volvió a decir él. ¡Adalberto, no me contradigas!

Cuando un hombre posee una propiedad a las puertas de la ciudad, una muchacha pobre lo quiere siempre, y, si yo no pongo fin a todos estos manejos mostrándole la puerta, podría muy bien suceder que un día Roberto la tomara por la mano y nos dijera: «Ahora, papá y mamá, tengan ustedes la bondad de darnos su bendiciónPero, antes que ver una cosa semejante, Adalberto...

Pero «quien no quiere escuchar debe padecerSi por arrogancia y por obstinación corre a su pérdida... Permite, Enriqueta... insinuó el señor Hellinger tímidamente. Yo nada permito, querido Adalberto replicó ella. ¡Quien no quiere escuchar, digo, debe padecer!

¡Si consintieras en no volver a tomarla bajo tu protección, Adalberto! Pero, naturalmente, ya yo no tengo derecho de decir nada: se me desobedece y traiciona en mi propia casa. Por otra parte, dentro de poco voy a poner fin a todo esto. Hace un año entero que la tengo a mi lado, y ya comienza a ser perfectamente inútil.

¿Pero acaso no trabaja de la mañana a la noche en cuidar la casa de Roberto? ¿Se pasa un solo día sin que vaya a la granja? ¡No seas tan injusta con ella, Enriqueta! Ella le lanzó una mirada de compasión: Si no fueras tan niño, como lo has sido siempre, Adalberto, se podría conversar contigo.

Primer Teniente. Américo Lora y Yero. Capitán. José M. Iglesias Toro. Primer Teniente. Antonio Pineda y Rodríguez. Segundo Teniente. Crescencio Hernández Morejón Capitán. José González Valdés. Primer Teniente. Tomás Quintín Rodríguez. Segundo Teniente. Jesús Adalberto Jiménez. Capitán. José Perdomo Martínez. Primer Teniente. Olvido Ortega y Campos. Segundo Teniente. Jacinto Llaca y Argudín.

Entonces la señora Hellinger se puso a gritar: Olga, querida hija mía, abre; somos nosotros, tu tío, tu tía, y tu viejo tío el doctor. Puedes abrir sin temor, querida mía. El doctor dio vuelta al botón; la puerta estaba cerrada. Quiso mirar por el agujero de la cerradura; estaba tapado. ¡Manda buscar al cerrajero, Adalberto! dijo.