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Actualizado: 28 de junio de 2025


Pero no era un hombre, no, el que con más insistencia, y un cierto encono mezclado ya de amor, miraba a Sol del Valle, y con dificultad contenía el llanto que se le venía a mares a los ojos, abiertos, en los que se movían los párpados apenas. La conocía en aquel momento, y ya la amaba y la odiaba.

Odiaba á los rostros desconocidos, por estar seguro de que ejercían sobre él una influencia maléfica. Bastaba que viese uno al otro lado del tapete verde ó detrás de su asiento, para que empezase á rugir por lo bajo, hasta que al fin se ponía de pie, trasladándose al bar, seguro de que un whisky á tiempo cortaría la mala suerte.

Pero el cura, que sabía que yo odiaba el llanto y que era bastante orgullosa como para demostrar delante de mi tía una pena causada por ella, se me acercó, me preguntó en secreto por qué lloraba y se esforzó en consolarme. No es nada, mi bueno y querido cura díjele yo enjugando mis lágrimas y echándome a reír. Tengo horror del dolor físico, me duele la cabeza y luego, debo estar horrorosa.

La contesté: «¡Una que la odia a usted!» Y la odiaba porque desde el primer instante la había notado distinta de ; había visto que era de otra casta, de otra raza, de otra alma, porque todas sus ideas, todos sus sentimientos eran opuestos a los míos; porque me disputaba aquel hombre. Yo no quería, no, conseguir para el amor de Alejo Zakunine, sino devolver su esfuerzo a la obra común.

La sala del tresillo jamás recibía la luz del sol: siempre permanecía en tinieblas caliginosas, que hacían palpables las tristes llamas de las bujías semejantes a lámparas de minero en las entrañas de la tierra. Don Pompeyo Guimarán, un filósofo que odiaba el tresillo, llamaba a los del gabinete rojo los monederos falsos.

El matrimonio fue al poco tiempo de realizado un motivo de satisfacción para don Juan, que aunque no odiaba a su hermana se alegraba de sus desgracias, hijas de la imprevisión.

Hojeando los periódicos que había sobre el velador del centro, cayó en sus manos el último número de El Joven Sarriense. Casi nunca lo leía. Por más que estuviese apartado de la lucha feroz de los bandos, odiaba a los del Camarote. Luego temía encontrarse con injurias a su suegro, que le excitaban la cólera.

Verdaderamente era tentar al diablo... El golpe era fácil... demasiado fácil... Pero no, no tan fácil como parecía... Aunque hubiera querido, su mano crispada no hubiera obedecido a su voluntad impotente. En vano trataba de avivar su rencor y de mascullar sus malas voluntades; no podía herir a aquel hombre a quien odiaba, pero que se fiaba así de su lealtad...

Miró á Castro una vez más, como á un enemigo astuto que disimula su pensamiento, y se aventuró á hacer una pregunta: Y mi parienta la de Delille, ¿cómo juega? Atilio fijó los ojos en él sin malicia alguna, extrañándose del interés que mostraba por la duquesa; pero no pudo hablar, pues se le adelantó Lewis. Odiaba á las mujeres, especialmente en la mesa de juego.

Precisamente a esa hora del anochecer salía Muñoz de la casa de Julio. Le había esperado durante dos horas, a pesar de afirmarle el sirviente que no volvería antes de la una. Le hubiera esperado dos horas más, por la sensación de oscuro alivio que le produjo estarse allí, solo, y sentado al escritorio y entre las cosas de un hombre a quien odiaba ahora con toda su alma.

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