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Actualizado: 14 de junio de 2025
Observé que la criada la obedecía con prontitud y respeto, y lo mismo un criado a quien llamó para colocar la cómoda que hacía falta. ¿El joven que salió a abrirme es pariente de usted? le pregunté. ¿Eduardito?... Es mi hermano. Raro me pareció que llamase Eduardito a aquel mastuerzo, y más ella que podría pasar sin inclinarse por debajo de sus piernas.
Algo le decía ahora con acento imperioso. Le empujaba, y él obedecía automáticamente. Olvidaba las ilusiones de futura felicidad que se había forjado momentos antes, y el ataúd coquetón, aquel féretro de raso blanco y bordados de oro, parecía brillar ante él, como un astro que le iluminase con su camino. Abríase su tapa, mostrando el interior mullido y acolchado como el de una caja de dulces.
Los marineros todos le ayudaron con celo y con brío en la ruda faena, mientras que conservaban esperanzas; pero la nave, impulsada por los vientos y por las olas, ya parecía elevarse a las nubes, ya hundirse entre dos enormes montañas de agua, y no obedecía al timón, y se ladeaba a veces como si fuera a volcarse, y el agua subía por cima de la cubierta, la barría con furia y penetraba hasta el fondo.
Unas veces le hacía señales de que entrase, otras de que no entrase, y D. José obedecía con humildad. Llamole un día con agraciado gesto, desde dentro, alzando el visillo y mostrando su cara preciosa tras el cristal. Relimpio subió. ¡Cómo le palpitaba el corazón! Entró, cogió en sus brazos al niño, diole mil besos en la frente, en los rizos, y cargado con él, entró en la sala.
Ya veo a mi mujer detrás de las cortinas... ¡adelante, Juanillo, adelante!... Está la pobre en camisa... ji... ji... me hago como que no la veo... se va a creer que estoy loco... ¡ji ji!... ¡adelante, Juanillo, adelante! Juan obedecía a su hermano, aunque sin gusto ya, porque deseaba conocer a su cuñada y besar a sus sobrinos.
Y como si sus pensamientos ejerciesen influencia a larga distancia, atrayendo a las personas, el bandolero obedecía a sus deseos presentándose de buena mañana en el cortijo. ¡El Plumitas! Este nombre evocaba en su imaginación la figura completa del bandido. Casi no necesitaba conocerlo: apenas iba a experimentar sorpresa.
Se sintió fatigado de las empresas sensuales, que parecían ser la única finalidad de su existencia. Aquel vigor siempre fresco y renovado que asombraba á Castro se derrumbó de pronto. Pero esto obedecía á una preocupación, más que al desgaste físico. Se consideraba pobre, y él estaba acostumbrado á pagar regiamente sus amores.
Sí, desde hace tiempo. ¿Lo sabías? Sin duda; una mujer siempre se da cuenta de esas cosas. Y tú, ¿no lo habías notado? Sí... algo le contesté, enviando a mi pasada estupidez un suspiro lleno de melancolía. Blanca no dejó después de explicarme la tardanza de Pablo en pedir su mano; aquella demora no obedecía más que al temor de una negativa.
Esto no obedecía á otra cosa que al hecho de que la zona que el tren atravesaba era la más frecuentada por las partidas rebeldes, dándose el caso repetidas veces de que los alzados plantaran su bandera sobre las lomas en las cercanías de las paralelas del ferrocarril.
Como premio por sus atropellos en las elecciones, le había prometido el indulto, y Bolsón, que se sentía viejo y ansiaba vivir tranquilo como un labrador honrado, obedecía al señor todopoderoso, creyendo en su rudeza que cada barbaridad, cada crimen, aceleraba su perdón.
Palabra del Dia
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