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Actualizado: 27 de junio de 2025
Pero los médicos de París son filósofos imperturbables que viajan entre el lujo y la miseria, sin extrañarse de nada, del mismo modo que pasan del calor al frío sin resfriarse. La señora Chermidy estaba envuelta en vestido acolchado de raso blanco. Con aquel traje parecía una gata sobre un edredón, una joya en su estuche.
La seda, deshilachada en los sitios de mayor roce, dejaba escapar las vedijas de algodón de su acolchado. Pero a pesar de esta ruina y de los pantalones y botines de obrero europeo que dejaba ver por debajo de la vestidura oriental, el árabe de Siria ofrecía un hermoso aspecto. Ojeda lo reconoció: era el Emir.
Algo le decía ahora con acento imperioso. Le empujaba, y él obedecía automáticamente. Olvidaba las ilusiones de futura felicidad que se había forjado momentos antes, y el ataúd coquetón, aquel féretro de raso blanco y bordados de oro, parecía brillar ante él, como un astro que le iluminase con su camino. Abríase su tapa, mostrando el interior mullido y acolchado como el de una caja de dulces.
En la larga fila de vehículos estaba el antiguo faetón, balanceándose sobre sus muelles como una enorme caja fúnebre y encerrando en su acolchado interior toda una familia, incluso la nodriza; la ligera berlina, con sus ruedas rojas o amarillas; la carretela, como una góndola, meciéndose a la menor desigualdad del suelo, y la galerita indígena, transformación elegante de la tartana y símbolo de la pequeña burguesía, que, detenida en mitad de su metamorfosis social, tiene un pie en el pueblo, de donde procede, y otro en la aristocracia, hacia donde va.
La choza de piedra se convirtió para ella en un dulce nido acolchado con el plumón de la paciencia; y en el mundo que estaba más allá de aquella morada, tampoco conoció miradas severas ni responsos. A pesar de la dificultad de llevarla al mismo tiempo que el hilo y el tejido, Silas la conducía casi siempre consigo cuando tenía que ir a las granjas.
Mientras iban hacia el ascensor, blanco y acolchado como una caja de guantes, ella le dejó entrever los salones del piso bajo, ostentosos, pero en una penumbra que casi era obscuridad: el gran comedor, desierto y enfundado; el pequeño comedor, en el que no se veía preparativo alguno... ¿Adónde le llevaba?... ¿Estaría la mesa puesta en su dormitorio?...
Entre cuatro grandes cirios, sobre un tapiz fúnebre y tendido en el acolchado fondo de una caja blanca y dorada como aquella que tanto le había seducido, pasó Juanito la noche, velado por su hermano y por Roberto, que de vez en cuando salían al balcón para fumar un cigarro.
El aventurero sustituyó las botas guerreras por la alpargata o la abarca de piel de potro; la coraza por el peto acolchado de algodón, que le servía de almohada durante la noche; el casco por el morrión de cuero; la capa por el poncho indiano. El indio vino al fin a él interrumpió Zurita sonriendo , pero él hizo la mitad del camino yendo hacia la hembra india.
Palabra del Dia
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