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Actualizado: 7 de junio de 2025


Después cuando nos quedamos solos, me miró frente a frente, pálida y conmovida, sus ojos se llenaron de lágrimas y luego me asió las manos y exclamó con un acento profundamente doloroso y sentido: Me ha consagrado usted su vida, a , a la pobre muchacha abandonada, a la infeliz trapera. Dios se lo pague a usted. ¡Quiera Dios que yo pudiera hacer a usted feliz!

Las descripciones leídas de otras desgracias; la muerte imprevista; el mundo que desaparece; la familia; los amigos; el natural arrepentimiento del viaje; las personas que nos esperan; la fiesta frustrada; el instinto que clama por la conservación; el alma que condensa todo su poder, todas sus facultades para el instante supremo, y que, despidiéndose de misma, se dice: «aquí era la muerte.....»; todo esto y mil nimiedades que no cómo caben en aquella situación extrema, mil ideas frívolas, unidas á otras muy solemnes y graves, la muleta, la mano cortada, lo que será uno sin dientes, la cuestión de la inmortalidad del alma, lo que dirá fulana cuando sepa lo sucedido, cómo llegará la noticia al hogar paterno, y un punto de conformidad cristiana, y una mirada al cielo, y la tranquilidad más estoica, y el miedo más miserable: todo eso y mucho más, resumido en una idea multiforme, súbita, luminosa, intuitiva, llenaron aquellos cuatro segundos, abreviatura y término de la existencia.

¡Tu tío!... ¡tu pobre tío, ha muerto! contestó apagando su sonrisa y con acento triste Francisco Montiño. El joven se puso pálido, sus ojos se llenaron de lágrimas, y exclamó bajando tristemente la cabeza: ¡Cúmplase la voluntad de Dios! Y luego añadió dominándose: ¿Y nada os ha dicho para ? Nada; cuando llegué ya había perdido el habla.

Sintió una lástima inmensa por San José. «Supongamos, se decía, que él, y nadie más que él, fuera el padre de su hijo putativo; que fuese el padre..., sin perjuicio de todas las relaciones misteriosas, sublimes, extranaturales, pero no milagrosas, que podía haber entre la Divinidad y el Hijo del hombre...; supongamos esto por un momento. ¡Qué horror! ¡Arrancarle a San José la gloria..., el amor... de su hijo!... ¡Todo para la madre! ¿Y el padre? ¿Y el padre?». Pensando estos disparates, se le llenaron los ojos de lágrimas. ¿Si estaría loco efectivamente? ¡Pues no se le ocurría, cuando debía estar tan contento, echarse a llorar, lleno de una lástima infinita del patriarca San José!

Cuando oyó el canto del órgano que se elevaba suavemente, como un murmullo esparciéndose por toda la iglesia, el abate Constantín se sintió tan conmovido, tan contento, que los ojos se le llenaron de lágrimas. No recordaba haber llorado desde el día que Juan le dijo que quería repartir su patrimonio con la madre y la hermana de los que cayeron al lado de su padre bajo las balas alemanas.

El vino alegra el corazón.... El que no bebe, no es hombre pronunció el abad sentenciosamente. Primitivo volvía ya de su excursión, empuñando en cada mano una botella cubierta de polvo y telarañas. A falta de tirabuzón, se descorcharon con un cuchillo, y a un tiempo se llenaron los vasos chicos traídos ad hoc. Primitivo empinaba el codo con sumo desparpajo, bromeando con el abad y el señorito.

Los españoles transportaron á su colonia dos frailes franciscanos con un Gobernador, quienes luego que la vieron se llenaron de melancolia, y el Gobernador, Coronel Catan, á la vuelta de los navios para Buenos Aires, declaró con lágrimas, que tenia por dichosos los que habian salido de tan miserable país, y que él mismo se alegraria mucho poder dar á otro su comisión, y volverse á Buenos Aires, aunque fuese en clase de grumete.

Pues será necesario que renuncies á verme. ¡Juan! exclamó Luisa, cuyos ojos se llenaron de lágrimas. Preciso de todo punto: las cosas se ponen de manera que no se puede pasar más adelante. ¿No oyes que esta noche la reina ha salido á la calle? ¡Oh! no, eso no puede ser. ¿Que la amparaba un hombre desconocido?... ¡Dios mío! ¿pero qué tengo yo que ver con todo eso?

De pronto, después de breve silencio, sus ojos se llenaron de claridad y respondió con viveza. , tal. Ya le tengo. Conozco a vuesamerced, y doy, desde luego, por seguro, que habrá escogido con acierto replicó entonces el hidalgo, acostándose, casi, en el sillón y estirando hacia el brasero sus piernas metidas en calzas de velludo pardo.

Don Juan en la cabecera, con las dos niñas, y en el extremo opuesto doña Manuela, teniendo a la derecha a Juanito y a la izquierda la silla destinada a Rafael. La humeante sopera descansó en el centro de la mesa, con el cucharón de plata metido en las entrañas, y rápidamente se llenaron los platos. ¡Soberbia sopa!

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