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El suyo y el de Mendoza formaban contraste notable, y quizá en esto consistiera aquella mutua simpatía que a entrambos los tenía sujetos: mientras Miguel tenía a todas horas suelta la llave de la conversación, a Mendoza había que sacarle las palabras del cuerpo con tirabuzón.

Emilita le hizo suyo llamándole cazurro y dándole pellizcos por «pícaro y burlón»; ¡a él, a quien había que sacar las palabras con tirabuzón y en su vida había gastado la más sencilla chanza! Con este memorable suceso, la familia Mateo andaba bastante dislocada. Jovita, Micaela y Socorro, hermanas legítimas de la afortunada doncella, sentíanse celosas y lisonjeadas a la vez.

El vino alegra el corazón.... El que no bebe, no es hombre pronunció el abad sentenciosamente. Primitivo volvía ya de su excursión, empuñando en cada mano una botella cubierta de polvo y telarañas. A falta de tirabuzón, se descorcharon con un cuchillo, y a un tiempo se llenaron los vasos chicos traídos ad hoc. Primitivo empinaba el codo con sumo desparpajo, bromeando con el abad y el señorito.

Y muy galán que era aquel emperador del cuento, que se metía de noche la barba larga en una bolsa de seda azul, para que no lo conocieran, y se iba por las casas de los chinos pobres, repartiendo sacos de arroz y pescado seco, y hablando con los viejos y los niños, y leyendo, en aquellos libros que empiezan por la última página, lo que Confucio dijo de los perezosos, que eran peor que el veneno de las culebras, y lo que dijo de los que aprenden de memoria sin preguntar por qué, que no son leones con alas de paloma, como debe el hombre ser, sino lechones flacos, con la cola de tirabuzón y las orejas caídas, que van donde el porquero les dice que vayan, comiendo y gruñendo.