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Actualizado: 30 de junio de 2025


A las once de la noche, el palacio de Villamelón parecía, por extraño caso, la morada de la quietud y del silencio: la señora condesa se había retirado muy temprano a sus habitaciones, a causa de una fuerte jaqueca que le molestaba desde la tarde; el señor marqués habíase acostado también, aquejado de fuertes mareos, y la numerosa servidumbre, libre de toda traba y segura de no ser echada de menos, habíase esparcido acá y allá, por los numerosos centros de diversión que ofrecen en Madrid las noches de Carnaval a las gentes de todas raleas.

Nada, no tenía nada; jaqueca, cansancio de no trabajar, aburrimiento. Gemía de impotencia, acompañado por la dulce Feli, que también derramaba lágrimas, sin pedir nuevas explicaciones, adivinando, en su instinto de mujer, que estas crisis tenían relación con el montoncillo de dinero, cada vez más exiguo, que guardaba en la cómoda.

Su público no entendía aquello... y De Pas volvía a ser quien era, se erguía, doblaba las puntas de acero y tornaba a descargar citas sobre los abrumados vetustenses, que salían de allí con jaqueca y diciendo: «¡Qué hombre! ¡qué sabiduría! ¿cuándo aprenderá estas cosas? ¡Sus días deben de ser de cuarenta y ocho horas!».

He de volver allá... Es preciso que tengas paciencia... ¿pues qué te crees?». El pobre chico no veía las santas horas de que llegase el día para saber por ella pormenores de la conferencia. Fortunata le vio entrar sobre las diez, pálido como la cera, convaleciente de la jaqueca, que le dejaba mareos, aturdimiento y fatiga general.

Inclinóse el enano respetuosamente ante el señorito, y con su vocecilla chillona y algún tanto imperiosa, díjole que no podía ver a la señora, por haberse acostado media hora antes con una espantosa jaqueca. Un repentino vapor de lágrimas vino a empañar los hermosos ojos azules del niño; volvió bruscamente la espalda al enano sin decir palabra y echó a correr hacia las habitaciones de su padre.

Veía las cosas, las tocaba, preguntaba, y aun respondía como cediendo a una fuerza mecánica. No estaba segura de hallarse despierta, ni de que fuese realidad lo que le pasaba; iba y venía medio ciega, mareada, con algo en el cerebro, entre jaqueca y manía, sorprendiéndose de ver cómo brillaban instantáneas, sobre la densa lobreguez de su pena, algunos relámpagos de alegría.

Tampoco: a nadie, a nadie... De nuevo volvió a insinuar Kate con mucha delicadeza: El señorito volverá hoy del colegio... ¡Es verdad!... ¡Pobre Paquito!... Y querrá ver a la señora... No, no... que se entretenga con Lilí... Mañana lo veré... ¡Tengo una jaqueca horrible!

Entonces aún no había ferrocarril hasta Petrópolis. D. Joaquín, que había envejecido, aunque gustaba de ir allí, se fatigaba mucho y Rafaela se opuso a que fuese. Si iba alguna vez, Rafaela le acompañaba y compartía con él la fatiga. Jamás se quejaba ya de jaqueca, ni enviaba al campo a D. Joaquín cuando estaba jaquecosa.

¡Ea, dejarme ya de Soleá! exclamó el guapo riendo. ¿Me van á dar ustedes jaqueca toda la noche? ¿No hay otra conversación más entretenida? Me hartaba esa niña... Un día ú otro tenía que suceder... Sucedió... ¿Qué le vamos á hacer?... Precisamente en este momento me están apeteciendo unas lonjitas de jamón. ¿Echamos un solo y las jugamos?... ¡Eh, niño! tráete una baraja... El Carnaval.

Durante la comida le colmaron de cuidados, creyéndole indispuesto. Doña Antonia supuso que tendría jaqueca y le excitó á que fuese á reposar. D. José, después de decirle lo mismo, se largó á la botica. Lucía, con más vivo interés, trató de informarse mil veces de la causa del disgusto de su tío; pero no consiguió nada.

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