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¡Ah! ¿de veras?... exclamó la señora Liénard; en tal caso... Dirigió en torno suyo la mirada y vio que el presidente y la inspectora se esforzaban por disimular sus bostezos y se echó a reír exclamando: ¡Perdónenme! ya me olvidaba de que esta discusión no interesa nada a los invitados del señor Voinchet; dejémoslo por ahora, mas conste que no me doy por vencida.

Una noche, al salir de casa de los Torrebianca, quiso Robledo marchar á pie por la avenida Henri Martin hasta el Trocadero, donde tomaría el Metro. Iba con él uno de los invitados á la comida, personaje equívoco que había ocupado el último asiento en la mesa, y parecía satisfecho de marchar junto á un millonario sudamericano.

Aquella breve escena dejó en el corazón de Tristán una alegría suave, íntima que se advertía en su mirada. Mas era el sino de este joven que jamás pudiera perdurar en él la calma. En cuanto se mezcló a los invitados advirtió un grupo de señoritas que rodeaban al marquesito del Lago y con él parecían divertirse.

En cuanto se tuvo noticia de que un carruaje estaba a la puerta, la mayor parte de los invitados abandonaron los placeres y corrieron hacia allá, deseando hacer ostensible su amistad con personas tan distinguidas, que hacían viso en la sociedad madrileña y tenían carruaje propio. Venían el presidente, su esposa y dos hijas. El Sr.

Figúrense ustedes que hay allí un teatro en el que se pueden representar óperas enteras. Hace poco tiempo se puso en escena un baile en que la gran cantante hizo en mímica el principal papel... Para eso es excusado tener la más hermosa voz del mundo. No se puede imaginar el lujo de aquella casa. Los invitados tienen á su disposición caballos de montar y coches.

Los salvajes lo emplean en las salsas y en los combates, en la guerra y en la cocina. Acaba usted de decir su nombre y ya no me acuerdo. No lo he dicho, señora, pero estoy dispuesto a hacerlo. Es el curare. Se vende en Africa, en las montañas de la Luna. El comerciante es antropófago. La señora Chermidy dejó a un lado sus venenos para dedicarse a sus invitados.

Hasta mañana. No faltes. No faltaré. Al día siguiente, entre dos y tres de la tarde, dos lanchas atracadas al muelle esperaban á los invitados para transportarlos al buque, que se veía anclado allá en medio del puerto. Era una corbeta de regular tamaño, negra, sólida, bien arbolada.

Arriba, en los balcones, la curiosidad señalaba con el dedo a los personajes conocidos que se mostraban a la luz de los cirios, y las cabezas erguidas de algunos invitados cruzaban saludos con las señoras, sin perder por esto el gesto de gravedad propio de las circunstancias. Acercábase el epílogo de la procesión.

La intriga se arma en la calle Florián, preguntando a éste y a aquél, si están invitados a la tertulia en casa de X... y cuando llega la hora del Altozano, toda la cachaquería no habla de otra cosa. Al fin, la especie llega a oídos de la víctima elegida, que, si es hombre de buen gusto, sonríe e invita.

Los novios habían resuelto ir en coche para evitarse la curiosidad de la gente en la estación: además, la hora de los trenes no les pareció conveniente. Las seis mulas de tostado lomo corrían arrastrando a la pareja feliz hacia su nido. Los gritos de júbilo de los invitados y la rapidez de la marcha los embriagó por unos instantes: permanecían mudos sin saber qué decirse.