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Actualizado: 3 de julio de 2025
Ese pañolito de crespón rojo junto á ese cuello tan blanco.... ¡Dale! Ese pelo, tan negro como los ojos.... ¡Otra! Y luego, una cinturita como la de usted, entre los pliegues de una falda tan graciosa. ¡Vaya una indiana bonita! ¡Jesús!
Llamó al dormido, ya con más fuerza y aun con enojo, la hermosa indiana, y a poco se oyó un bostezo, luego pasos, y al fin apareció el incógnito, con los ojos cargados aún de sueño y con todas las muestras de que en lo mejor de él se le había interrumpido; y como doña Guiomar cuando le sintió que se acercaba se hubiese ido a un canapé o escaño que allí había, y se hubiese sentado, él tomó una silla baja que encontró al paso, y fue a sentarse junto a doña Guiomar, tocando su falda, y de tal manera que no parecía sino que hacía un siglo eran amantes, y con un desenfado tal, que aunque sin dar en la descortesía, parecía mostrar la confianza que él tenía en ser amado, si es que ya no lo era, y con toda el alma; mirábala él con codicia, aunque sin irreverencia, y ella le contemplaba asombrada por lo que en él veía, que harto claro se mostraba en sus ojos; y ni el uno ni el otro decían una palabra, y ella se turbaba más y más, y más y más se la encendía el enojado tal vez, y tal vez amoroso semblante, y él lo conocía y tal lo mostraba, que más y más ruborosa se mostraba ella, y más y más confusa.
Sus ojos eran ya los más bellos del mundo, sus dientes parecían perlas, tenía un talle delicioso, y con su vestido de indiana ofrecía el aire más distinguido que imaginar se puede.
Pasaba así los días tranquilo y contento, sin que nada le conturbase el alma, nuestro mozo, hasta que una mañana entre dos luces, volviendo con otros amigos de inquietar el sueño a un canónigo, no por él, sino por una muy hermosa sobrina suya, a la que habían dado música, Cervantes, que solo hacia su posada se iba, que estaba junto al postigo del Carbón, entre este y el del Aceite, en una mala calleja y con vecindad no muy limpia, al llegar a la puerta del patio de los Naranjos de la Catedral, que al pie de la Giralda aparece, topose con una rica silla de manos que conducían lacayos y resguardaban criados, y que no era otra que aquella en que iba nuestra doña Guiomar de Céspedes y Alvarado, la llamada la hermosa indiana, no embargante fuese hija de Sevilla.
Con corta diferencia se hallaba todavía en el estado en que la pinta Cervantes, pues las representaciones se hacían, ordinariamente, sin más aparato que unas cortinas de indiana ó lienzo pintado, pendientes de una cuerda, que atravesaba de una parte á otra la embocadura, á diez palmos de elevación; el foro lo formaba también una cortina de tafetán carmesí, y ésta tenía detrás otra, á distancia de ocho palmos, con lo cual se figuraba algún solio ó cosa semejante.
Y estando en estas vacilaciones Cervantes, entre si acudiría en el momento a la casa de la hermosa indiana, o iría, para lo que se ha dicho, a buscar a su amigo el bachiller Carrascosa, entrose en el figón un hombre alto, con el sombrero de alas gachas echado sobre los ojos, subido hasta el sombrero el embozo de su larga capa, con botas altas de gamuza y larga espada, que bajo la capa se mostraba.
A lo largo de las paredes cloqueaban las gallinas, atadas en racimos; amontonábanse las pirámides de huevos, de verduras y frutas y en las tiendas portátiles de los pañeros extendíanse las fajas de colores, las piezas de percal e indiana y el negro paño, eterno traje de todo ribereño.
Amor, celos y rendimiento, hasta tocar en los límites de la locura, había visto en su bella indiana; que si ella no hubiese estado enamorada hasta volverse loca por él, ni en su busca hubiera enviado disfrazada a su doncella, ni a buscarle hubiera ido a un lugar tan indigno de ella como el bodegón de la tía Zarandaja, ni con tan celoso ahínco allí le hubiera hablado, ni con tan cuidadoso recelo se hubiera llevado consigo a la hermosa Margarita; que para nuestro mancebo era cosa manifiesta, que más por separarla de él se la había llevado que por caridad, puesto que ella fuese de condición tierna y caritativa.
Y por todas partes flores, arbustos tiernos; en las estaciones acacias gigantescas que extienden sus ramas sobre la vía; los hombres con zaragüelles y pañuelo liado a la cabeza, resabio morisco; las mujeres frescas y graciosas, vestidas de indiana y peinadas con rosquillas de pelo sobre las sienes. «¿Y cuál es preguntó Jacinta deseosa de instruirse el árbol de las chufas?».
La esperanza de que el sujeto de su amor, encubierto con el amigo manto de la tenebrosa noche, viniese a decirla sus amantes penas con la regalada cadencia de la encantadora música, despertándola de su inquieto sueño, tenía a la hermosa indiana, toda anhelo, toda impaciencia, toda oídos y toda ojos; y cuando oyó la voz doliente, dulce y grave del que cantaba, y los conceptos de la amorosa canción, abriéronsela las entrañas para recibir en ellas el encendido suspiro que fue de la canción fin y remate, y confirmación del alma de lo que habían dicho los labios; y saliósela de la suya otro tan amantísimo y hondo suspiro, que si el cantor le oyera, no se tuviera por venido a un valle de lágrimas, sino a un encantado paraíso; y no le oyó, porque a punto sonó el ¡ténganse a la justicia! de la ronda, tras lo cual vinieron las cuchilladas y tumulto.
Palabra del Dia
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